Conocí a Daniel del Percio en el ámbito académico, lo escuché leer ponencias en congresos, accedí a sus ensayos y trabajos críticos sobre temas muy variados que giraban alrededor de lo literario y lo filosófico, y pude leer algún poema suyo publicado en revistas especializadas, pero no había tenido la oportunidad, hasta ahora, de ingresar en una obra que, en un esfuerzo de introspección y prospección, pone el yo como principio de la experiencia poética al servicio de los seres y las cosas del mundo, a través de un recorrido onírico y fragmentario por un viaje hacia el interior, como ocurre en Bautismo de la memoria. Texto que construye una memoria del presente sedimentada en el recuerdo, que viaja y enuncia su simbolismo desde el título para convertirse en el elemento central del poemario. Pulsión de vida formalizada en gestos singulares de escritura, cada etapa recorrida señala esa fuerza provocadora de un poema de la que hablaba Dominique Rabaté.
Los llama “textos” para enfatizar un estatuto literario más ambiguo y fronterizo pero asimismo provocador: una forma narrativa productora de sentido y la representación musical de la palabra poética como el régimen del discurso más elevado, proponiendo una forma abierta cercana a la búsqueda de perfección del lenguaje. De ese modo, el autor logra una intimidad con el lector a través de vías tan diversas como las referencias literarias o cotidianas y restaura la subjetividad poética instaurando a la poesía como memoria de la lengua.
El libro tiene una dedicatoria a los padres que se multiplica en el texto que inicia el recorrido de la memoria: “Liminar”: Así, este es un libro dedicado a una semilla que viaja, hecha de imágenes invisibles pero sólidas, pétreas, leves, que anhelan la forma y la fragancia de una flor. No son mis padres sino una forma de vivir su memoria la que incendia mi tiempo y mi camino pendientes. Darla a luz es un bautismo del que no puedo privarla (12).
El itinerario se inicia con “La palabra ausente” del comienzo, una “Invocación” a los padres escrita en italiano, que establece los orígenes de la memoria nominada en el título: “madre,/cada día/he visto desflorarse/el ocaso de tus ojos…padre/ hoy/ el viento se vuelve/mensajero de mi sangre…”(13) y se cierra con “La palabra presente” del final donde el poeta le presta su voz al poema y se rinde ante una presencia otra vez ineludible y fiel a esa ética de escritura fundada en la realidad: “estoy aquí”(78).
En la tapa, un detalle de La Trinidad, de Andréi Rublov, muestra solo el cáliz de la Eucaristía y una mano que lo bendice, escena que abre un campo de simbología y prepara para la lectura de un texto que desde el mismo título conduce a la purificación, a través del bautismo. Según el esclarecedor prólogo de Enrique Solinas: “El Bautismo supone una “limpieza” de la mácula original, una forma de borrar el pasado para poder avanzar hacia el futuro. Este discurso encuentra pila bautismal (padre-madre) para que las palabras recreen, limpien, pregunten, acerca de cómo es el mundo y la vida” (7).
Las referencias literarias a La Divina Comedia están señaladas en el texto con títulos que aluden al libro de Dante y se asientan en el discurso poético como huellas marcadas en un palimpsesto: Jerusalem, Limbo, Dite, Estigia, Leteo, Eunoe, Beatrice, obligan al poeta a cargar con el deber de la memoria para redimir a los muertos: ¿“cuánto tiempo hay en la palabra que te contiene?/ ¿y cuánto en lo no dicho y en su intemperie?/ ¿cuál es la suma de nuestro calor y de nuestra deuda?/amar/el peso de lo que no sucede/vivir la memoria/hacer sagrado lo aprendido/visitándolo”[…] (16).
La invitación al viaje, palabra que se repite como leitmotiv, igual que desierto, es un elemento narrativo apenas perceptible y sugiere paisajes esenciales de soledad, abandono y contemplación, dominados por el tiempo presente. En el acto de rememoración que Bautismo habilita hay un rescate de instantes olvidados y un gesto de excavador del que hablaba Walter Benjamin para acercarse al propio pasado sepultado: “canto/cavo en la oración, /para encontrar las aguas nocturnas/ del que ha enmudecido” (15).
La organización espacial (largos párrafos estructurados como prosa, blancos y versos de poemas), responde a una voluntad consciente de asumir la escritura poética como vínculo entre el olvido, la memoria, y los mismos silencios desde el interior de la lengua. Una manera singular de articular lo dicho y lo no dicho a partir de una relación privilegiada con el silencio. De ahí que la preocupación por la presencia visual, por la diagramación de la página exprese no solo aspectos estéticos sino y sobre todo, textuales.
¿De qué manera reflexiona sobre la memoria un texto poético que condensa tanto el intelecto como el sentimiento? En primer lugar, por medio de ese trabajo sostenido de la palabra en el texto, que usa la lengua como un material sensible: “palabras como piedras, como brasas, como almas que se evaporan en el cuarto y llevan ese peso inaudito de la memoria hacia el lugar donde solo pesa la luz” (32); a través de la necesidad de buscar contactos con lo que la vida tiene de inmediato por medio de un estilo transparente y conciso que aspira a la esencialidad: “detrás de mí, cierro la puerta, me quito el polvo de mis/zapatos, y cruzo el pasillo buscando el atardecer del/jardín y del sueño/pero el sol huye de mí, y abandona este instante a la/ luna” (46); en la aceptación del enigma de la vida y de la muerte, de lo irremediable, en el imposible duelo de una escritura que quiere atravesar el laberinto de esa subjetividad que el autor explora.
Todos los sentidos se convocan en un incesante diálogo entre la imagen y el sonido: una experiencia visual en la estepa, la piedra, el cardo, la luz, y otra sonora con reminiscencias infantiles:”arri, arri, zomarrino”(63).
En uno de los pasajes más intensos, el lector asiste al bautismo en una escena de la lectura-escritura que tiene el poder de condensar todo el texto: ”¿dónde estás mamá?/ y desde tu cama, miras la pared que ahuecó sus manos/para guardar una virgen/ estoy en el hijo que planta azaleas en el jardín…”(75).
Al final, en ese viaje a la semilla donde dialogan prosa y poesía, el triunfo irreductible de la palabra poética sellando pactos entre la vida y la muerte. Esa “palabra presente” es la portadora de la verdad con que concluye el libro, la aceptación del poder supremo de la creación: “incluso aquí/un dios cree en mi voz/y calla” (78).
La escritura de Del Percio señala un aprendizaje doloroso de la vida en su finitud, del tiempo puesto en perspectiva, de cosas indescifrables y momentos irreversibles: “es el pasado quien desarma las piezas/ para engañarte”, dice. (35). Siempre las palabras trazan un camino que se orienta hacia el origen y logran tal intimidad con el recuerdo como si pudiera expresarse verbalmente la materialidad de un sueño. Una forma aguda de conciencia poética plasmada con claridad y límpida transparencia en un texto intenso y de una vitalidad extraordinaria.
La invitación a leer Bautismo de la memoria, más “el sueño de un libro que un libro”, según las borgeanas palabras del autor, debe recibirse con la convicción de asistir a un convite hacia las tierras poéticas de la memoria, hacia las puertas abiertas de la creación.