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Edición
03

«Muerte natural» y experimentación humana

La insistencia fracasada del sujeto por «instintualizar» la pulsión, en la época del Otro que no existe
Bogotá
Un ejemplo traído del mundo financiero permite reflexionar acerca de la relación del sujeto contemporáneo con la dimensión de lo legal y las dificultades de los ciudadanos para acatar y hacer existir dichos límites, necesarios en la convivencia cotidiana citadina y rural. La paradoja es que estos individuos saben, están plenamente informados sobre códigos, deberes, parámetros permitidos para su movilización. Por esto, es inminente la necesidad de redimensionar al sujeto en el diseño de estrategias y políticas públicas y privadas, introduciendo en la «contabilidad» organizacional la variable del inconsciente, porque cada vez que alguien acepta (explícita o implícitamente) ubicarse como objeto de goce para el Otro, estamos hablando de un modo de descarga que traspasa en todo sentido el instinto animal.

…vemos que el incremento en la tendencia a quebrantar las normas se comporta como directamente proporcional al número y acumulación de regulaciones e instancias controladoras.

La revista «Markets» (diciembre de 2005) de la firma Bloomberg – emporio de comunicaciones online del área financiera, fundada en 1981 por el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg – sorprende por el tema que trae en su portada.

Allí, hace un reporte especial que titula «Big Pharma´s Shameful Secret», el cual versa sobre de las altas tasas de lesiones y muertes humanas que se presentan en los estudios experimentales de medicamentos llevados a cabo por los laboratorios farmacéuticos. Luego de interrogar el control de las mismas compañías en dichas pruebas, e incluso su estándar ético en el sentido de cierta actitud más o menos clandestina que queda revelada en una superficial advertencia acerca de riesgos potenciales para los participantes, ubica esfuerzos no siempre exitosos y falencias profundas por parte de la propia FDA.

Paradójicamente, el informe logra ubicar el «ojo del huracán» en algunos de sus renglones, pero pasa rápidamente a «borrarlo con el codo». Es decir que, si bien se afirma que las dificultades enfrentadas tienen que ver con normas impotentes, que fallan porque no logran representar un verdadero limbo para la conducta y procedimientos que los ocupan, el énfasis que se retoma para intentar resolver la cuestión va en la vía de reforzar o redactar nuevos códigos y normativas, o nombrar más fiscales que vigilen a pares, subalternos o incluso personal de mayor rango en el organigrama.

La preocupación es mayor cuando vemos que, a pesar de esta «arremetida legal», la cuestión crece como bola de nieve. Pareciera que con esto no se lograra más que evadir un profundo cuestionamiento acerca de las posibles causas estructurales, con lo que la experiencia toma un triste y preocupante tono de círculo vicioso. ¿En qué sentido? Cuando vemos que el incremento en la tendencia a quebrantar las normas se comporta como directamente proporcional al número y acumulación de regulaciones e instancias controladoras.

La actual proliferación de órganos estatales y privados de fiscalización carcome las finanzas de las organizaciones, y presenta en la actualidad un número grande nunca visto antes en nuestras sociedades. Sin embargo, y usando un ejemplo de la vida en la ciudad, entre más policías vigilantes, industrias de seguridad, y empresas de alarmas (para nombrar algunas), los robos y asesinatos no descienden sino que suben.

Si el destape que hace el artículo, al poner en evidencia el «grande y vergonzoso secreto de la industria farmacéutica» es puesto por nosotros al servicio de una causa que no es la del espectador fascinado por la desnudez del chisme, si logramos hacerlo, debemos interrogarnos acerca de esta «sobrepoblación normativa» que vivimos. ¿Es esta la vía para el esfuerzo nacional y privado? ¿Por qué seguir cuando la evidencia muestra el fracaso de los mecanismos centrados en la punición por la punición? ¿Podríamos construir acaso alguna alternativa que no se enfoque exclusivamente en la «mano dura», la sanción, el combate, o el exterminio real? ¿En qué se diferencian este tipo de políticas de aquellas que buscan legitimar cierta forma de «maltrato»?

Incluso, y en situaciones de abuso o maltrato a infantes, intentando ir más allá de la patética y reprochable secuela corporal dejada por el adulto en muchos casos, luego de la ejecución de lo que llama castigo (que es la justificación más usada por el maltratador), ¿cómo diferenciar la sanción como tal (seriamente y más allá de la fenomenología) de lo que hace un padre o madre con sevicia y ferocidad? Acá cada quien (por ser progenitor) se autoriza a partir de su lugar en las relaciones familiares, cosa que complejiza el problema, porque en efecto hay algo que de cierto modo «le daría derecho» a ejercer esta «mano dura», con lo que volvemos: ¿cómo separar aguas entre esta acción maltratante y una ejecución autorizada por lo penal? Se podría decir que el acto penal está aprobado y sancionado en el marco legal, está escrito en el código, debatido, afirmado. Sin embargo, sabemos que no es solo la escritura en la faz del papel lo que hace que una u otra acción tenga valor simbólico. La diferencia ha de tenerse clara en otro sentido, en los diferentes valores que tiene la escritura humana, en su dimensión «representacional» y subjetiva.

Hay que aclarar algo antes de seguir: no se trata de arrasar con los mandamientos y el contenido de manuales y códigos de ética y comportamiento; tampoco de igualar lo que se hace en nombre de una ley y un tope funcional para el sujeto con ciertas formas de maltrato y abuso humano. Se necesita efectivamente que estos límites existan, hay que hacerlos existir. Sin embargo el impasse es evidente cuando esto no logra dar parámetros mínimos para las conductas humanas, cuando priman relaciones y contratos que buscan intereses de uso y mercantiles, que eventualmente dejan ver su faz mortífera, cuando «no acatar» se vuelve la manera «normal» de lograr contratos, lugares en la estantería de los comercios, o mejores números en los ratings de audiencia.

…si la regulación en la experimentación de medicamentos – caso particular pero que nos sirve para pensar el tema de las legislaciones, sus impasses y aciertos – no depende exclusivamente de la normatividad y estandares de calidad, y que incluso, el fracaso de ciertas normas y la imposibilidad para alcanzar ciertos índices necesarios en cargos y tareas no es más que la manifestación de que algo no anda, que hay piedra en el zapato, ¿qué se jugaría más allá de estos fenómenos?, ¿qué sostiene su existencia?

Adicionalmente, y según la afirmación del médico que dirige la división científica de la FDA (Joanne Rhoads) – quien dice: «aquello que las normas de la FDA requiere no es estándares altísimos para los estudios» –, encontramos que es poco efectiva la tendencia que busca regular los comportamientos humanos por la vía exclusiva de la calidad y sus índices. Con esto entenderíamos que perfilar modelos de excelencia como ideales a emular no es una técnica de formación universalmente efectiva, siendo incluso causa de sentimientos de rechazo y profundo odio (consciente o inconsciente) hacia la figura en cuestión, cuando no agresividad y rivalidad.

Así las cosas, si la regulación en la experimentación de medicamentos – caso particular pero que nos sirve para pensar el tema de las legislaciones, sus impasses y aciertos – no depende exclusivamente de la normatividad y estandares de calidad, y que incluso, el fracaso de ciertas normas y la imposibilidad para alcanzar ciertos índices necesarios en cargos y tareas no es más que la manifestación de que algo no anda, que hay piedra en el zapato, ¿qué se jugaría más allá de estos fenómenos?, ¿qué sostiene su existencia?

Una de las cosas que preocupa con sorpresa a aquellos implicados en el tema de los estudios farmacéuticos, es que hay malos tratos por parte del personal de los laboratorios hacia los sujetos participantes, que no pueden ser explicados solamente por negligencia de empleados y empresas, sino que es aceptado y provocado por los mismos sujetos implicados. Es decir, estamos hablando de que en estos estudios las lesiones y muertes, cuando llegan, son tema que había pasado ya por la vía de la información, explicación, verbalización y lectura. No estamos hablando de un tema de «no lo sabía», sino de una actitud que podríamos denominar «aceptación informada». Se trata entonces de experiencias que fácilmente podemos ubicar en la misma línea – increíble –, de situaciones en que ciertos individuos en poblaciones particulares someten su cuerpo a la voluntad ilimitada y horrible de satisfacción de otro, en nombre de dinero, los hijos, los padres, un techo, comida, etc. ¿Por qué introducir esto? Porque una de las justificaciones que más utilizan las personas en el caso estudiado es efectivamente los dólares que ganan, ganancia que tapona y da lugar desde el sentido a una satisfacción que sabemos va más allá del dinero y los bienes comprados en cualquiera de las versiones de mall.

El equívoco de las políticas que regulan estos estudios para los laboratorios puede aún ser ilustrado por un vacío que creen divisar los autores de «Big Pharma´s Shameful Secret». Se plantea como hipótesis una falta de interés en la protección de los pacientes por parte de los funcionarios que monitorean los experimentos. ¿De dónde vendría esta dejadez? De una falla, y es que «no hay monitores de los monitores». ¿Monitores de los monitores? ¿Y eso qué quiere decir en términos de intervención? ¿O sea que la diligencia debería pensarse en la vía de la creación de un fiscal sobre otro, y otro sobre este mismo, y otro más?

Una pregunta adicional: ¿cuál sería, en esta serie que sugiere infinitud, el punto «justo» de monitoreo? Es decir, ¿cuál sería en definitiva La Instancia que lograría acotar la serie metonímica (insoportable, en todo sentido) de controladores? De manera formal, podríamos decir que claramente, por ejemplo, está en el legislador de nivel más alto – por ejemplo Corte Suprema –. Incluso, también podríamos decir que está en organizaciones internacionales – un ejemplo, la ONU –. Si, en ciertos casos sirven para limitar determinados desbordes, no hay duda. Sin embargo, lo que se propone cuando se piensa en que hay necesidad imperativa de «fiscal de fiscal» implica que no hay significante que aglomere y represente una figura cual Amo antiguo, ese que proponía el psicoanalista Jacques Lacan cuando ubicó los elementos del discurso del amo para hablar de las relaciones de identificación del sujeto con un significante primordial que le sirve de brújula, en la vida.

¿Llover sobre mojado?… no hay posibilidad. La introducción del capitalismo en la cultura tiene implicaciones, irreversibles. Acontecimientos como el «tsunami» de diciembre de 2005, la inundación de Nueva Orleáns, pequeñas y grandes catástrofes locales, son «naturales». No obstante, se inscriben en coordenadas que de alguna manera debemos articular con el nuevo comportamiento global, que no es el de antes. Hay desastres ocasionados por fuerzas que en su origen no pueden articularse con el sujeto, son reales. Pero, lo sabemos, lo más aterrador de algunos acontecimientos de esta índole se ubica, extrañamente, por fuera de la inundación, del derrumbe como tal. Lo terrible es saber, oír, conocer, todo lo que se ha movido a su alrededor, en términos económicos, políticos, sociales y humanos. Por tanto, es imposible pensar que eso «natural» hubiese tomado la misma dimensión, para el sujeto, hace dos siglos (incluso décadas), que hoy. Bien decía Freud en su concepción sobre las tendencias humanas: que allí, justo allí, no hay lo natural de la necesidad animal; la pulsión es de muerte, no hay muerte natural (ver por ejemplo Tótem y Tabú – 1913 –, Más allá del Principio del Placer – 1920).

¿A dónde entonces dirigir esfuerzos para intentar solventar algo de la encrucijada mencionada? Hay una dimensión que suele dejarse de lado en las intervenciones institucionales e individuales, públicas y privadas, y que hemos mencionado de costado: el inconsciente. Extrañamente es una variable que a mayor intento por esconderla, enterrarla, hacer como si no existiera, más se empecina en hacerse sentir. Y es una dimensión extraña, que en tanto real, se resiste a toda medición, estandarización, sobretodo cuando ésta intenta ser atrapada por órdenes y umbrales que no han sido convenientemente subjetivados. La «adecuada vía de trabajo» es una diferente a la inyección de sentido o sugestión. El proceso para que el sujeto logre atrapar lo que puede ser atrapado de eso paradójico que empuja y que lo hace buscar situaciones riesgosas – una de las cuales sería la experiencia «extrema» en un estudio de un medicamento cuyos efectos desconoce, o conoce exactamente lo que puede pasarle, y aún así lo acata, soporta, goza –, la construcción de espacios que lo distancian en relación a la pulsión de muerte que lo habita y lo lleva potencialmente a «lo peor» de la satisfacción en el dolor, pertenece a la vertiente del sentido pero ha de procurarse desde sistemas significantes cuya dialéctica se instala en el espacio «transitivo» entre el sujeto y su Otro, particular.

¿A dónde entonces dirigir esfuerzos para intentar solventar algo de la encrucijada mencionada? Hay una dimensión que suele dejarse de lado en las intervenciones institucionales e individuales, públicas y privadas, y que hemos mencionado de costado: el inconsciente. Extrañamente es una variable que a mayor intento por esconderla, enterrarla, hacer como si no existiera, más se empecina en hacerse sentir.

Para dar soporte a la anterior afirmación, usemos un ejemplo extraído del artículo de Bloomberg. Los sujetos participantes en los estudios de medicamentos lo hacen de manera voluntaria, y son informados acerca de los riesgos y posibles complicaciones asociadas a los procesos a los que se someterán en las investigaciones. Más allá de si les dicen bien o mal, si se usan las estrategias de comunicación y enseñanza más adecuadas o no, el ambiente en que se hace, la hora, el «estado de conciencia» del sujeto, entre otros, si la información no es «adquirida», no es oída y entendida, no hay atención (que es subjetivación, en cierto modo), así no hay posibilidad de que cada quien decida seriamente sobre si quiere y le conviene – en términos del principio del placer – prestarse a cada experiencia. Los individuos de los estudios, según la revista, dicen que no leen con suficiente atención, es decir, no se interesan por entender a profundidad las implicaciones personales de ponerse a disposición del Otro (de cada uno, pero puesto en el laboratorio, la Ciencia, el Mercado, etc.). Su foco está puesto, dicen, en el pago. Pero debemos anotar: si no hay hambre natural en el hombre, si el dinero es simbolismo, ¿hay hambre pura?, ¿hay instinto puro?, ¿hay moneda pura? ¿Acaso a este sujeto le daría lo mismo comer «lo primero encontrado» que ir a su restaurante preferido o tomar la cerveza que tanto adora? Si fuera «en nombre del hambre pura», «se hace por puro dinero», ¿tal vez lo harían por (literalmente) cualquier cosa? Afortunadamente vemos que no muchas personas, en serio, están dispuestas a ese «se hace cualquier cosa». La excepción a la regla confirma que hay particularidad, por tanto no hay el reino animal en lo humano. Decir que «se hace en nombre de la plata» no es más que bautizar a la pulsión según los significantes del mundo financiero actual. El yo, el individuo consciente (tonto) se cree dueño de sus actos. ¿Se hace? Sí, se hace: se goza.

La dimensión que debemos cuestionar, ya que hablamos de economía, es el costo, subjetivo. Es posible que el capital suba, momentáneamente, pero ¿de qué precio estamos hablando cuando decimos «subjetivo»? ¿Por qué se accede a pagar eso, que es con dolor, con daño, muerte (real)? El sostén de dicho círculo no es menos compulsivo que aquel de las adicciones, modo de repetición atroz.

Los impasses actuales de la industria farmacéutica y sus relaciones con entes de control, la corrupción al interior de cada entidad, los maltratos y abusos (usos del otro como objeto, «aguante» del sujeto en esta posición), los conflictos de intereses, la ineptitud y mala fe en los actos del personal, las fallas en la información dada a los pacientes, engaños, rivalidades, afán comercial por ganancias instantáneas, entre otras dimensiones «pasionales», todas estas fuerzas que minan los sistemas, podrían tener alternativas menos dolorosas. Sin embargo, siempre que la ética mida los acontecimientos e intervenciones a partir del ideal por–venir, y no desde las consecuencias de cada instalación, para el sujeto – incluso institucional –, entonces tendremos formas menos acotadas de tramitar el dolor humano. Si hay herida, ¿por qué insistir en el mismo camino? Tal vez parar, oír, buscar causas que atraviesen lo actual y urgente, poniendo en juego dimensiones de sentido simbólicas, pero que introduzcan a la vez que hay un borde para toda acción, un no–todo, un menos (–) y que algo se queda fuera: algo hay que perder justamente para recuperar un trocito por una vía menos «experimental».

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