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A veces me parece oportuno que no contemos con demasiadas referencias de parte de Freud o de Lacan en relación al campo de la música.
Digo esto porque entonces los psicoanalistas tendremos que retomar indicios generales de las afirmaciones freudianas o de las fórmulas lacanianas, para establecer algunas aproximaciones entre el psicoanálisis y la música.
la música no está hecha, no debería estarlo, para ser comprendida.
En todo caso, insisto nuevamente, esta falta en realidad es la presencia de un encuentro: psicoanálisis/música que podemos pensar como un encuentro imposible.
Pero como Freud decía, hay tres imposibles: gobernar, educar y psicoanalizar, esto no significa – y menos aun cuando el cruce es en relación con la música – que nos quedemos mudos; que no es lo mismo que estar en silencio. Y menos aun cuando el cruce de la música es con el psicoanálisis, donde está tan bien definida esta diferencia.
Un encuentro imposible es aquel que se plantea en relación a la falta de correspondencia y a lo que resulta del rozamiento de dos espacios y a los efectos que allí se producen.
Decimos dos espacios, porque el territorio del psicoanálisis está vinculado a la dimensión de la palabra, y si hablamos de síntoma, a las operaciones del sujeto vinculadas con el significado. En cambio, el espacio de la música está definidamente articulado a otra dimensión que podemos llamar los sonidos del silencio: aquello que aparece sin estar urgido por la representación y menos aún por la comprensión.
Si, como se ha sugerido, el éxito del chiste es el fracaso de la creencia en un significado único, podríamos ahora plantearnos que la construcción de la música es también la de una escena que no privilegia el sentido, el significado.
En algún momento, Freud le dice a un corresponsal que no se puede dedicar a escuchar cierta música que le era contemporánea, precisamente porque no podía comprenderla. Si tomamos esto no tanto como la afirmación de un cierto gusto conservador
la música se sitúa en ese plano de intersección entre la naturaleza y la cultura
En ese sentido es como la arquitectura: si de alguna manera la disciplina arquitectónica trata de la ocupación del espacio, la música trabaja en la transformación del silencio o en continuarlo por otra vía.
Claro que, cuando decimos silencio, nos referimos a eso que no puede dejar de no escribirse y que los analistas nos hemos acostumbrado a definir como goce.
No cabe duda de que los seres humanos somos tales en tanto que somos parlantes seres. Esto implica que somos capaces de hacer chistes, que estamos dispuestos para establecer verdades que son ficciones como los relatos y que tengamos la posibilidad de dotar de ritmo, armonía, contrapuntos, etc., a nuestro lenguaje. Esto es así y nos constituye como diferentes al resto de los seres vivos aunque algunos de ellos parezcan ser chistosos, otros puedan comunicar una situación a sus congéneres por medio de un conjunto de señales minuciosamente codificadas y estén aquellos que trinan, gorjean o sonorizan su presencia.
Los seres humanos, los parlantes seres, somos sujetos, estamos sujetados al lenguaje y por lo tanto estamos exiliados del paraíso natural en donde precisamente se convivía con los animales en estado de no diferencia.
El exilio – y esto lo hemos aprendido dolorosamente los argentinos – se constituye siempre en una pérdida y también en una nostalgia por aquello que se ha dejado de tener. Y también entonces en la búsqueda de los modos posibles de recuperación de aquello que se supone perdido. De allí la frase del poeta: “los únicos paraísos son los paraísos perdidos…”.
Los caminos para volver a tener aquello que podemos llamar, aunque sea incorrectamente, esa primera experiencia de satisfacción, ese goce, ese momento de comunión que se daba antes de que ese ser vivo ingresara en los dominios del lenguaje, son comunes a todos los seres humanos. Lo que es singular, uno por uno, es cuál es la vía en la que se intenta la recuperación de ese paraíso. No es casual que una de las primeras denominaciones de las sustancias de la toxicomanía fuera paraísos artificiales. Pero hay muchos otros artificios y no necesariamente tóxicos que permiten algo en la dimensión de la experiencia del encuentro.
Precisamente uno de esos artificios, partiendo de su oposición con lo que sería la palabra, la representación, es precisamente la música.
las palabras, antes de significar algo, significan para alguien
Las palabras en su dimensión imaginaria, en ese registro que acuñó Lacan, tienen que ver con la imagen. Esto significa que las palabras son señas de identidad en cuanto a que implican una demanda de reconocimiento. Yo el que hablo, estoy al hablar, demandando de otros el ser reconocido como otro.
Pero también las palabras son contraseñas, en tanto que plantean precisamente que en lo que se dice está implícito un consenso, estamos compartiendo un conjunto posible de significaciones. Eso que permite reírse con un chiste, adentrarse en la trama de un relato o escuchar un conjunto de sonidos dispuestos de cierta manera como un texto musical.
Para decirlo en otras palabras, porque de eso no podemos escapar, de nuestra condición de hablantes: las palabras antes de significar algo, significan para alguien.
En todo caso siempre hay alguien que reconoce al otro como aquel que habla, demandando ser reconocido y es alguien también que con ese acto funda la presencia humana de ese ser vivo. Y digo que siempre hay alguien, porque es una función, no una persona y esa función es la llamada función materna.
Este largo rodeo no es sin consecuencias, ya que intenta llegar al corazón de la cuestión: la búsqueda de esa dimensión perdida es también la búsqueda de aquello que, como arrullo, canturreo, hace predominio de la voz que comunica cuerpo a cuerpo.
Y, por supuesto, la música es un modo de poner en juego ese resto indeclinable que es la voz, que es ese ronroneo, que es ese objeto virtual que se aparta de las palabras, aunque transmite el orden de una experiencia.
No por nada la mayoría de las experiencias místicas que se proponen el encuentro con la presencia de Dios
la música es un modo de poner en juego ese resto indeclinable que es la voz
Esto es lo mismo que sucede con la utilización de un instrumento sonoro que se llama shofar y cuyo sonido anuncia al nuevo año judío y sirve como corte al presentar la voz de Dios. Entiéndase bien: no representa a la voz de Dios, sino que la presenta.
Y no solo son estas experiencias las que alojan a la presentación de la voz, sino que por supuesto también lo hace la poesía, ese arte de la palabra que está tan inevitablemente ligado a la música.
Para concluir entonces con un poema de Jorge Ricardo Aulicino:
Hay en ese bosque de Cezanne
la impresión de que ese bosque no está
ni estuvo.
No porque sea sueño, trama de sueños,
sino porque ha sido pintado en parte
en una tela.
En parte en la nada y, en gran parte,
en el lugar en donde vimos un bosque.
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