Leyendo El tercer paraíso fue inevitable para mí evocar una vieja canción del folklore argentino, Las dos puntas, cuyos versos hablan de los dos extremos del camino entre Chile y Argentina: Viva la chicha y el vino / viva la cueca y la zamba / dos puntas tiene el camino / y en la dos alguien me aguarda. Porque la historia familiar que narra alterna entre el sur de Chile, verde, fértil y húmedo, y el centro de la meseta patagónica argentina, lejos de los bosques cordilleranos y en tierra árida que es fértil gracias a generaciones de laboriosos colonos. Y su novela tiene mucho que ver con el amor a la tierra, a la jardinería y la botánica.
Cristian Alarcón nació en 1970 en uno de esos pueblos frondosos, La Unión, ubicado e el sur de Chile. Cuatro años después, su familia cruzó la cordillera huyendo del gobierno militar y exiliándose en la provincia de Rio Negro, en la Patagonia argentina. Se crió en Cipolletti, y dejó su pueblo a los 18 años para estudiar Periodismo y Comunicación en la Universidad de la Plata, donde se licenció. En ese mismo centro hoy ejerce como director del postgrado de Periodismo Cultural, además de ser profesor de la Universidad Nacional de San Martín, en Buenos Aires.
Es autor de Cuando muera quiero que me toquen cumbia (2003), Si me querés, quereme transa (2010) y Un mar de castillos peronistas (2013), en los que narra la violenta realidad urbana de Argentina. Escribe también crónicas de viaje, perfiles de personajes marginales y fue cronista de varios medios, además de colaborar en revistas internacionales. En el año 2012 fundó la revista Anfibia y el sitio web Cosecha Roja. Desde entonces ha liderado un proceso de cambio permanente de la crónica latinoamericana. Allí ha experimentado con los límites de la narrativa de no ficción hasta llevarla a una última experiencia en el Laboratorio de Periodismo Performático de la revista Anfibia.
Alarcón ha recibido múltiples galardones internacionales por sus trabajos periodísticos y de investigación, y su novela El tercer paraíso obtuvo el Premio Alfaguara 2022. Sus libros fueron traducidos al inglés, francés, alemán y polaco.
Me fascinó la dualidad de la historia. El que pases continuamente de un pueblo imaginario de Chile, Daglipulli, de obreros y mapuches, a uno en las afueras de Buenos Aires, donde el personaje está tratando de rescatarse de la ciudad hacia la naturaleza y la memoria de sus ancestros.
Porque quizás en la construcción de este narrador, hay una apuesta a un redescubrimiento de lo ancestral humano pero también de lo ancestral universal, que es la naturaleza. De un citadino migrante, que debió conquistar la metrópolis, conquistándose a sí mismo y enajenándose en el camino. Todo esto está por abajo de la punta del iceberg, digamos, que es la novela. Es una novela que tiene muchísimas capas invisibles, porque es una novela sobre la extinción, sobre el imperio del patriarcado y su deconstrucción.
Aquí no hay bien ni mal. Hay una frontera porosa, amplia, lúbrica, híbrida, donde se puede habitar sin el imperativo de lo negativo y lo positivo, lo dual, lo binario como la única manera de construir un mundo posible.
La oportunidad de moverte de un lugar a otro, el hecho de ser un inmigrante pero a la vez el habitante de tu mundo, manteniendo tu identidad.
Si, y también en ese espacio de felicidad que es el jardín, con la tozudez del que pretende que nazcan las flores exóticas que crecen en el clima austral de la Patagonia chilena, que tiene un porcentaje de lluvias infinitamente superior al de la pampa argentina, ahora sumida en la sequía del cambio climático. Y al mismo tiempo habitando un mundo que es un mundo de ideas, un mundo de lecturas, de conocimiento, digamos si se quiere complejo, como por ejemplo el de la genealogía botánica, que se remonta a Plinio El Viejo, y sus tratados botánicos en la Grecia antigua, circulan a través de la historia, pasando por Carlos Linneo, el taxonomista botánico sueco, o (Alexander von) Humboldt y su búsqueda de la verdad de la naturaleza en medio de la taxonomía botánica más salvaje de América a comienzos del siglo XIX.
También se trata de un ir y venir de un estado de cierta inocencia trágica, que es la del campesino, el obrero; esa conciencia trágica del que se ha iniciado en la posibilidad de la búsqueda del saber. El libro plantea un camino al lector o la lectora, que es el camino del conocimiento. No le permite avanzar solamente en el regodeo de la belleza de lo natural, de lo vegetal como algo exclusivo, sino que eso vegetal está permanentemente habitado por lo mineral. Y lo mineral no le da la chance de ignorar el dramatismo de estas vidas de campesinos y obreros y explotadores.
En principio, la ruptura de lo binario se produce por efecto, justamente, de la aparición de ese recorrido histórico y político que significa mirar lo que Occidente ha podido construir en torno a la idea de lo vegetal, más allá de las descripciones y las clasificaciones, sino que politizando el sentido de lo botánico.
Vos sos periodista, no botánico. Tuviste que estudiar mucho para hablar de la botánica de esa forma, e investigar. ¿Te llevó mucho tiempo ese trabajo?
Como me tomé mucho tiempo de reclusión para la escritura durante la pandemia, mucho de ese tiempo fue de lectura. Entonces el trabajo del periodista, que normalmente es acuciante, urgente, demandante y enajenante por momentos, cuando las agendas lo gobiernan a uno, al disponer de ese tiempo que me tomé exclusivamente para la escritura, me sumergí en una lectura que, si bien tenía la justificación de el aprender, para escribir, se fue transformando en un enorme placer.
vivimos en un tiempo post-pandémico, en medio de la idea de la extinción, que nos posiciona de un modo particular ante la conciencia de lo pasado, que ya no es exclusivamente desde el imperio de la memoria, desde la necesidad del recuerdo, ni de enarbolar las identidades que nos construyeron, sino más bien desde una visión prismática, como un palimpsesto, en el que somos capaces de vernos tan pequeños como somos.
¿La idea de hablar de tu madre, de su vida en el campo, y de tu abuela y los antepasados ya venía como parte del texto, antes de escribir la novela?
Yo fui criado para contar esa historia. Fui mandatado por esas mujeres crueles para que algún día diera testimonio de sus trágicas existencias. ¿Como un modo de hacer justicia? No lo sé. Logré hacerlo recién cuando las había perdonado. O cuando no las había perdonado pero por lo menos había aprendido a quererlas como fueron. Ponerlas en un contexto de complejidad tal que me permita el diálogo con esas realidades, que fueron de ellas primero y nuestras después. Y ahora en la adultez mía y la de ellas. Mi abuela falleció muy joven, pero mi madre vive en un diálogo posible, sin recriminaciones ni resentimientos.
De modo que yo no hago más que cumplir con una misión, con un mandato, que es el de haber sabido demasiado, como niño, de cómo era lo más oscuro del ser humano.
Es positivo cuando volvemos atrás en nuestra historia, analizando la vida de quienes nos precedieron, tanto lo bueno como lo malo.
Uno puede ser más crítico e implacable con uno mismo porque de todo aquello, uno comienza a distinguir con el paso del tiempo qué es lo que ha quedado. Y cómo aquella toxicidad que se explicaba por variables sociales, casi siempre económicas, luego, cuando esas inequidades cesan de existir, pesan igual. Y honramos en nuestras acciones con el propio cuerpo aquellos que nos precedieron, que no conocimos, que murieron antes de que nosotros mismos naciéramos.
Eso es extraño, porque vivimos en un tiempo post-pandémico, en medio de la idea de la extinción, que nos posiciona de un modo particular ante la conciencia de lo pasado, que ya no es exclusivamente desde el imperio de la memoria, desde la necesidad del recuerdo, ni de enarbolar las identidades que nos construyeron, sino más bien desde una visión prismática, como un palimpsesto, en el que somos capaces de vernos tan pequeños como somos. Tan insignificantes como somos. De modo que no nos damos tanta importancia ni en el mayor de los éxitos ni ante el mayor de los triunfos, porque hay algo de la conciencia que nos alcanza respecto a los que ya no están, y a los que ya no estaremos. No es la conciencia de la muerte, porque es imposible vivir con ella, pero sí de lo nimio de lo humano ante la inmensidad de la naturaleza, por ejemplo. Y es liberador.
Y luego uno también atraviesa un período, después de la creación de una obra. Como por ejemplo, para mí el venir a Miami es sumergirme en el arte contemporáneo, tener el infinito placer que me produce el ver algunas obras, como hace cuatro años, cuando vi algunas muestras de arte que fueron revelaciones para mí.
Escribiste este libro durante la pandemia, recluido en La Unión, tu pueblo natal. ¿El retorno al terruño te inspiró a tocar el tema de la familia?
Tuve que recortar la realidad para poder escribir una novela, cortar el embarcarme en una aventura como la que había comenzado años atrás y que no había podido convertir finalmente en los libros que había deseado. Porque si me hubiera sometido a la voluntad del periodista, todavía estaría indagando.
Tuve que asumir que el regreso a la tierra no era la recuperación de mi memoria. Era simplemente la necesidad de aislarme allí, donde el inspirador era la naturaleza. Yo estaba en una cabaña que tenía vista a la cordillera. Con el ruido de los bosques, de la lluvia y los vientos y el trino de los pájaros, pero sobre todo con la visión de la niebla matinal sobre los árboles.
Hiciste periodismo por muchos años antes de incursionar en esta novela. ¿Te fue fácil salir del rol de reportar lo que hacen o piensan otros, y dar paso al vuelo de la imaginación en la ficción?
Si. Yo demoré demasiados años para llegar al momento en que me sentí por fuera del mandato tan masculino del lobo solitario que debe dar cuenta de los dramas del mundo para transformarlo. El mandato del compromiso y del sacrificio que implica el periodismo consagrado a la verdad de términos absolutos.
Para los que no nacimos en el centro, sino que provenimos de las periferias y construimos con nuestras trenzas las alfombras mágicas con las que volamos sobre las ciudades. Para todos los que emigramos y conquistamos esos espacios destinados a los pocos, quizás prevalezca esa vil sensación de que “en algún momento van a descubrir que yo no debería estar acá”.
A lo mejor todo eso estaba ya dentro tuyo, y lo que tenías era una síntesis de todo lo que recibiste.
Es probable que haya madurado lo suficiente. Porque algunos críticos y académicos ven un lazo entre mis libros anteriores y este, a pesar de que nadie podría imaginar que hay una relación entre un libro de jardinería y un libro de jóvenes ladrones o narcotraficantes. Y las crónicas que escribí durante tantos años, sobre personas marginales, pero siempre hubo un compromiso extraordinario con la belleza. Aún en el más abyecto de los mundos. Y al mismo tiempo, en este libro que está más consagrado a la belleza, está esa intensidad de lo profundamente obscuro, de lo que no me puedo sustraer. Quizás también tenga que ver con tantos años de psicoanálisis o de prácticas espirituales, en donde la búsqueda de la trascendencia no tiene ya que ver exclusivamente con una noción de bondad, generosidad o luminosidad. Si no también con aceptar nuestras propias oscuridades, y atrevernos a mirarnos con la falta, con la mancha.
En la Feria del Libro mencionaste al pasar algo que se me grabó; dijiste que a veces, cuando te brindan honores, sientes que “van a descubrirte, a saber que realmente no deberías estar allí”. Es algo que yo he escuchado de otros autores.
Ah, el síndrome del impostor. Si. Yo creo que no es propio de los escritores o escritoras, sino que es propio de los que transitamos caminos en lo que, digamos. parte de la lógica es “coronar”, en el peor de los sentidos. Parte de la lógica es cumplir con los requisitos del mercado, de la academia, de los críticos, de las audiencias. Es entrar en los casilleros adecuados. Y para los que provenimos de las áreas “non-sanctas” de la cultura, para quienes aprendimos a leer muy temprano, yo a los cuatro años o cinco años sabía leer, para quienes agotamos los libros de las bibliotecas populares de nuestros pueblos. Para los que no nacimos en el centro, sino que provenimos de las periferias y construimos con nuestras trenzas las alfombras mágicas con las que volamos sobre las ciudades. Para todos los que emigramos y conquistamos esos espacios destinados a los pocos, quizás prevalezca esa vil sensación de que “en algún momento van a descubrir que yo no debería estar acá”.
Alguna vez hablaste de qué es lo ficcional y qué es lo real, y cómo manifestamos los recuerdos al escribir nuestras historias. ¿Cómo manejaste esto en El tercer paraíso?
Yo creo que ahí sí, la ficción permite la absoluta arbitrariedad. Una arbitrariedad estratégica, que ya no tiene ver con aquello que sea fruto de una musa o de un genio creativo, o la virtud o el talento para la invención, sino que eso se negocia con la estrategia narrativa que uno decide llevar adelante. Y hay un uso de la memoria, y un abuso de la memoria. Con absoluto desparpajo uno decide eliminar, incorporar y transformar los materiales porque lo que uno está buscando es algo ulterior, que en definitiva tiene que ver con la exigencia de un relato que busca ser leído sin ser abandonado.
¿Cómo fueron tus años de infancia y adolescencia en la Patagonia Argentina y qué le dieron a la persona que eres hoy?
Le dieron un diálogo con la aventura que era casi todo lo que se configuraba como “el otro”, digamos, ante una situación de precariedad afectiva, de soledad infantil, ante lo tremendo que significaba cuidar de los adultos, y no que los adultos cuidaran de los niños. La lectura, la fantasía, el refugio de la novela infantil al principio, y de la literatura latinoamericana y de la literatura política durante la adolescencia, eran como una especie de substancia poderosa. Había algo de lo extraordinario que me daba la lectura frente a los demás. Una especie de fortalecimiento interno que me hacía en algún sentido y a pesar de mi extrema debilidad física, sentirme poderoso ante quienes intentaban hacerme daño.
los talleres son un espacio de escucha de los textos de los otros. Son un espacio de crítica feroz pero amorosa. Un modo de devolver con crudeza el resultado sobre la eficiencia de un texto, al mismo tiempo que no se pierde el respeto por el otro, ni por el trabajo del otro.
Has dado talleres de crónica de la ficción y la no-ficción. ¿Puedes hablarnos un poco del núcleo de esos talleres?
Después de siete años sin dar talleres en mi casa, voy a dar una clínica de escritura en el Museo Gabriela Mistral en Chile, que me tiene muy entusiasmado. Porque allí voy a trabajar por primera vez con parejas de narradores y académicos, que es el arte de lo anfibio, que decidí emprender hace más de diez años y que nos ha llevado a construir una narrativa distinta, una narrativa con la potencia de la literatura y la profundidad de lo teórico, con ambiciones de masividad. No quedándonos en las fronteras de lo cultural sino atravesándolas. Sobre todo para trabajar con materiales de profesores de enseñanza media y de universidades públicas, que tienen en las páginas de nuestra web acceso gratuito a productos culturales complejos sobre lo contemporáneo. Muy urgentes.
Dar talleres fue siempre un modo de traspasar herramientas y de ayudarles a los jóvenes narradores a identificar sus limitaciones con el lenguaje, sobre todo. Cómo desconfiar de las palabras, cómo construir un diccionario propio. Y que aprecien la oralidad latina, y que no se refugien en el engolamiento de las narrativas del norte, sino que descubran la vitalidad extrema del lenguaje del sur. Y también a identificar los elementos de una narración; la construcción de los personajes, las escenas, la pertinencia de las descripciones, la desconfianza por los adjetivos, la fe ciega en los buenos verbos.
Entonces el taller ha sido un modo de traspasar aquello que mis maestros me enseñaron en la lectura y en los talleres que yo mismo tomé. Pero también un aprendizaje mío, digamos, a través de los otros. No sé si sería el escritor que hoy soy, en El tercer paraíso, si no hubiera pasado gran parte de mi vida coordinando esos talleres. Porque los talleres son un espacio de escucha de los textos de los otros. Son un espacio de crítica feroz pero amorosa. Un modo de devolver con crudeza el resultado sobre la eficiencia de un texto, al mismo tiempo que no se pierde el respeto por el otro, ni por el trabajo del otro.
¿Estás trabajando en algún nuevo libro?
No. Apenas me visitan ideas, muy larvales, en torno a algunos temas. La posibilidad de reconvertir mis investigaciones de libros de no ficción inconclusos en novelas. No me interesa volver a la crónica, por lo menos en lo inmediato. Quizás lo más fácil sería acometer los libros inconclusos porque tengo todos los materiales para escribirlos, pero no es exactamente lo que deseo en este momento.
Estoy muy agradecido de lo que ha ocurrido con la novela, con el Premio Alfaguara, pero por ahora me interesa terminar la gira, abandonar los viajes y los aviones y los aeropuertos y los hoteles para dedicarme exclusivamente a la creación de Anfibia en Chile. Un regreso de otro orden a la docencia; voy a volver a dar clases y dejar que aterricen en el camino las ideas que vengan, para que a mediados del año próximo me pueda ir concentrando en un nuevo texto y consagrarme otra vez a la escritura. Pero sí la extraño, no es que no la deseo, pero es como sucede después de terminar un vínculo demasiado fuerte; no podés enamorarte inmediatamente de otro. Tenés que hacer el duelo, ¿no?
BNS, un artista que sella sus obras con originalidad conceptual, humor ácido y gran capacidad de síntesis. Una estética vibrante que cambia nuestra perspectiva de la belleza y la fama mediante el uso inteligente de explosiones de color y creatividad.
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