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Mi interés por el valor y la función de los tatuajes se estampó en uno de los capítulos de «El tren de los adolescentes»[2]. Comencé hace unos años esta investigación. Tomé en cuenta la clínica en el consultorio, la música, la literatura, hice entrevistas con jóvenes en la calle. Con ellos mantuve conversaciones que desgrabé con paciencia, para leerlas e interpretarlas.
Esta acción de marcarse la piel tiene un carácter tan simbólico como violento.
Una de mis conclusiones desembocaba en la siguiente paradoja: el tatuaje, trazo donde un sujeto cuenta como un Uno [3], marca del instante petrificado de habérselo hecho uno, puede instituirse en signo de moda; con lo cual aquello que constituiría una marca única y distintiva pasa a ser la marca de un artículo de consumo.
De hecho sigue siendo así. Los sujetos de la adolescencia padecen de esta paradoja. La realizan, hablan de ella. En la vorágine de nuestra época las imágenes para el consumo, arman la emboscada para el trazo único, unario. Ese trazo incisivo en el cuerpo, esa marca de la falta de Uno, algunos imaginan corporizarla escondiéndose de, y en ese mundo del espectáculo.
Me pareció por entonces que eso que llamamos mundo, se presentaba cada vez más exhibicionista: como si no provocara tanta extrañeza la ostentación de imágenes donde se muestra que cualquiera puede ser mirado, captado por una cámara fantasma. Mucha gente busca formar parte del paisaje y hacerse ver.
Me interesa destacar el valor que puede adquirir para la subjetividad, la vida psíquica del adolescente, hacerse un tatuaje. Esto explicará por qué, en la gran mayoría de los casos, este acto el joven quiere realizarlo sin que se enteren sus mayores de la decisión tomada.
Esta acción de marcarse la piel tiene un carácter tan simbólico como violento.
Tiene que ser violento porque es la forma de arrancarse algo, y arrancarse «de» algo. Todas las rupturas tienen en algún sentido un modo no amable.
Los adultos que proyectan y construyen una familia, conscientemente o no, transmiten un significado sobre la vida de los hijos, y cada hijo representa algo para sus progenitores. Los padres comprenden a sus hijos, hasta que llega la pubertad y ya no entienden mucho lo que a ellos les pasa. Aparece aquello que es propio, único, intransferible.
Hacerse una marca perenne en el cuerpo es equivalente, para el humano, a hacerse un cuerpo propio, o hacer propio lo que heredaron.
Esto implica que para nosotros, que nos distinguimos por hablar, el cuerpo no es un cuerpo biológico ni natural. Pensemos en ceremonias religiosas que, a través de cortes en el cuerpo, identifican a los miembros de un grupo o colectividad: la circuncisión, la ablación del clítoris; o culturales, como la perforación de las orejas para la colocación de aros a las bebas.
Para algunos sujetos de la adolescencia, tatuarse, hace de ese cuerpo desconocido que reciben, una piel ilustrada como la de su prójimo.
Tienen el tatuaje como algo propio, único, sin intención de significar. Además, y fundamentalmente, lo que el diseño disfraza con color y forma, resulta aquello que talla y fisura, la totalidad tersa del buen funcionamiento del «mundo». También funciona en el sentido de quitar al adolescente, la posibilidad de completar narcisísticamente a sus seres queridos, rechazando las expectativas ideales.
Estas funciones con respecto a cada uno de los sujetos de la adolescencia, revisten y disfrazan una realización específica y fundamental: la del trazado hecho por cuenta de ellos…
En el acto de tatuarse algunos adolescentes sacrifican una parte de su narcisismo infantil. Ese sacrificio de una parte de sí, a veces, en el límite, se transforma en ofrenda. Pero en general queda como acto, fallido por cierto, de un sujeto que ahí atraviesa la homeostasis del principio del placer. Provoca a la muerte como pulsión y plasma una forma que imprime la presencia perenne de la muerte. A veces, los diseños del tatuaje, se abren hacia el odio, a veces sobre el amor. Sin embargo no pierden esa cualidad de marca de la castración, de insensatez y de lo imposible de significar. Una marca que aunque venga puesta con historia, hay que hacérsela durante el transcurso adolescente.
El tatuarse en la adolescencia tiene variadas funciones:
Como objeto de consumo masivo, que para algunos adquiere con posterioridad valor de marca de iniciación, casi ritual.
Como insignia o denominador común para un grupo
Como técnica de camuflaje.
Como amuleto para conjurar el poder supuesto a un Otro maléfico.
Como un modo de imprimir la pérdida de un objeto de amor: el padre ideal o la madre de la primera infancia; o marcar un pasaje, o repetir produciendo diferencia, una situación traumática.
Estas funciones con respecto a cada uno de los sujetos de la adolescencia, revisten y disfrazan una realización específica y fundamental: la del trazado hecho por cuenta de ellos, la sustracción en ese cuerpo y sobre ese cuerpo que es otro para el Otro familiar, del Uno del significante asemántico y el «a» del objeto. A los sujetos de la adolescencia eso les cuesta muchísimo. Cada uno intentará o no hacer ese trazado, con diferente suerte. A veces a través de un tatuaje.
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