…esta diversidad promovida por el slogan del multiculturalismo — “el respeto por la diferencia”—, responden más a una lógica de identificación de segmentos del mercado que a la diferencia como radical alteridad del otro y de sí.
En este pasaje de la era industrial a la era post-industrial, la misma lógica de la oferta y la demanda se ha invertido. Hoy ya no se produce oferta; es decir, objetos/productos; hoy lo que se produce más radicalmente es demanda; es decir, sujetos/productos. Las fuerzas productivas hoy pasan no por fabricar productos sino por generar fundamentalmente consumidores. El consumo mismo es la fuerza productiva por excelencia.
En esta nueva producción de subjetividades-productos, un segmento se destaca por demás y marca el signo diferencial respecto del cual todos las demás vendrán a medirse. El segmento joven, el «teen-ager», el «adolescente» —cuya resonancia doliente es conveniente ocultar— se recorta con mayor nitidez y especial entusiasmo. A través de ellos se promueve el éxito, se demanda la demanda y se glorifica el físico-culturismo de un capitalismo triunfante, liberal y promisorio. Así, en esta consuma(i)ción feroz y vertiginosa, el «adolescente» deviene producto: producto del mercado y más radicalmente producto para sí.
Hoy se vuelve indispensable producir «adolescentes». La «adolescencia» se convierte tanto en un segmento del mercado como en una subjetividad a producir y a «producir-se». Hasta tal punto es así que lo que entonces se entendía por mera «producción», en un sentido estrictamente industrial, hoy se ha travestido en el discurso de los más jóvenes —segmento codiciado del mercado— para significar de manera mediática e irreductible «el devenir imagen para otro y para sí». El verbo «producir» ha devenido triunfalmente reflexivo: «producirse».
La «adolescencia» se convierte tanto en un segmento del mercado como en una subjetividad a producir y a «producir-se».
El «producirse» tiene como objeto ya no al producto sino al propio sujeto como producto, al sujeto constituido en y por la imagen de los medios. Hoy ser «adolescentes» no es la manifestación de una singularidad irreductible sino la marca de una diferencia indiferente «producida», mediatizable y altamente comercializable. Habrá que producir adolescentes y habrá que producir-se adolescente para devenir niña/niño Tinelli [3] a los 9, modelo a los 14, CEO a los 24 y viejos a los 35.
Por su parte, la sexualidad, devenida producto a su vez, producto a exponer y producto a consumir, lejos de resistir el crecimiento exponencial de la lógica del mercado acotando las escenas de su aparición, no ha hecho más que multiplicarse y multiplicarlas a escalas descomunales. Como decía Roland Barthes: «En Japón la sexualidad está en el sexo y en ningún otro lugar. En Estados Unidos, es lo contrario, la sexualidad está en todas partes excepto en el sexo.»
De un tiempo a esta parte, la sexualidad, lejos de arrojarnos a la franca experiencia de un no sabido nos ha instalado en la evidencia de una discursividad y una visibilidad omnipresentes. Conminados a hablar y ha exhibirnos hemos creído liberarnos de lo que en verdad nos sujeta. Nuestros cuerpos y nuestras prácticas (e incluso nuestra sexualidad) lejos de poder sustraerse de la monarquía del sexo están expuestos a dispositivos médicos, psiquiátricos, psicoanalíticos, mediáticos que no sólo nos garantizan el saber de aquello que se supone se llama «sexo» sino que, a la vez, lo producen y nos lo producen recubriendo cada intersticio de nuestra existencia.
Como decía Roland Barthes: «En Japón la sexualidad está en el sexo y en ningún otro lugar. En Estados Unidos, es lo contrario, la sexualidad está en todas partes excepto en el sexo.»
La sexualidad, sabida, expuesta, dicha, ha saturado y satura todas las dimensiones de nuestra vida. Así, cuando Foucault escribe Historia de la Sexualidad, allá por 1976, no es para mostrarnos el despliegue de una dimensión esencial de lo humano —el sexo— y su deseable evolución hacia una liberación plena. Por el contrario, lo que Foucault nos hace ver es esta obstinada construcción —la del sexo y la sexualidad— y la obstinada sobredeterminación de la existencia que, a partir de ella, se ha realizado. «En efecto, escribe Foucault, es por el sexo, punto imaginario fijado por el dispositivo de la sexualidad, por lo que cada cual debe pasar para acceder a su propia inteligibilidad (puesto que es a la vez el elemento encubierto y el principio productor de sentido), a la totalidad de su cuerpo (puesto que es una parte real y amenazada de ese cuerpo y constituye simbólicamente el todo), a su identidad (puesto que une a la fuerza de una pulsión la singularidad de una historia)» [4]. Semejante omnipresencia y semejante sobredeterminación no ha hecho más que multiplicarse y exhibirse exponencialmente a su vez.
La adolescencia, como segmento de mercado a producir, y la sexualidad, como dispositivo de poder-saber que, a su vez, nos produce irremediablemente parece dejarnos sin palabras a la hora de querer pensar acerca de la sexualidad y los adolescentes. Y, sin embargo, quizá este dejarnos sin palabras no sea del todo desfavorable. Hablar, ya lo sabemos, no implica necesariamente liberarse sino producir discursos para «poder-saber».
Pero entonces, ¿qué de la sexualidad y qué de los adolescentes y su sexualidad?
La sexualidad, sabida, expuesta, dicha, ha saturado y satura todas las dimensiones de nuestra vida.
La «adolescencia» y los «adolescentes» se me ocurren entrampados en una doble producción: no sólo la producción mediatizada y prefigurada de una sexualidad y unos cuerpos (jóvenes, no existe el cuerpo viejo) conminados a exhibirse sino por la producción mediatizada y prefigurada de ellos mismos conminados a producirse y re-producirse. Aunque suene extremo se me ocurre que de lo que se trata es de liberar al «adolescente» ya no sólo de esa pan-sexualidad pre-producida sino, a su vez y más radicalmente, de liberarlos y liberarnos de la producción estereotipada de ellos mismos.
Respecto de la sexualidad, Foucault nos da una pista a la vez que nos propone un desafío: «Si mediante una inversión táctica de los diversos mecanismos de la sexualidad se quiere hacer valer, contra el poder, los cuerpos, los placeres, los saberes en su multiplicidad y posibilidad de resistencia conviene liberarse primero de la instancia del sexo.» Y agrega: «Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del contraataque no debe ser el sexo-deseo sino los cuerpos y los placeres» [5]. Esta oscura dimensión de «los cuerpos, los placeres y los saberes en su multiplicidad y posibilidad de resistencia» entonces enunciado por Foucault hace más de 30 años, hoy se vuelve urgente.
Pero ¿qué sería resistir el dispositivo de la sexualidad desde una economía de los cuerpos siendo el cuerpo la superficie estereotipada de su inscripción y los adolescentes la subjetividad de su encarnadura? Habrá que liberar al cuerpo del cuerpo, al sexo del sexo y a los adolescentes de los adolescentes. Tanta representación los ha matado a todos.
…de lo que se trata es de liberar al «adolescente» ya no sólo de esa pan-sexualidad pre-producida sino, a su vez y más radicalmente, de liberarlos y liberarnos de la producción estereotipada de ellos mismos.
«Un cuerpo —dice Spinoza—es lo que puede. Y nadie sabe lo que puede un cuerpo.» Tal enunciación nos arroja al desafío de un cuerpo no dado de antemano menos aún producido.
La paradoja contemporánea es que la excesiva producción de cuerpos, y de sexo, nos roba el cuerpo y el sexo. La sobre producción y la sobre exposición inhibe la experiencia del cuerpo o, mejor, del cuerpo como experiencia. La experiencia como tal no puede ser diseñada de antemano. La experiencia, como señala Jacques Derrida, es siempre experiencia de lo otro, de lo contrario, es saber aplicado. La experiencia como experiencia de lo otro es por siempre experiencia alterada; es decir, atravesada por la alteridad, por lo no sabido, por lo por venir. No hay, no puede haber pre- producción para el cuerpo, prefiguración. El cuerpo es experiencia. No se tiene un cuerpo. Cuerpo se experimenta.
El cuerpo como experiencia es siempre un cuerpo por-venir. Es una llegada de lo otro, una experiencia del afuera. Ya no una ins-cripción del sí mismo, como suele pensarse, sino una ex-cripción, como señala Jean Luc Nancy. [6] De allí la capacidad de las tele-producciones mediáticas de producir cuerpo y de robarlo. El cuerpo no viene de adentro, no nos llega de la propiedad de lo propio o de la certeza del sí mismo. El cuerpo viene de la ex-sistencia con otro. El cuerpo como lugar de la ex-sistencia es el afuera de un ahí siempre con otro. No existe el cuerpo propio, otra vez Nancy.
Por esta misma razón, si esta venida de afuera es altamente cribada, pre figurada, pre-formateada, pre-producida luego no sólo no hay venida ni hay experiencia sino que no hay cuerpo.
«Un cuerpo —dice Spinoza—es lo que puede. Y nadie sabe lo que puede un cuerpo.» Tal enunciación nos arroja al desafío de un cuerpo no dado de antemano menos aún producido. La paradoja contemporánea es que la excesiva producción de cuerpos, y de sexo, nos roba el cuerpo y el sexo.
El cuerpo joven como redundancia -no hay cuerpos que no sean jóvenes- paradójicamente deja a los jóvenes y fundamentalmente a ellos aunque no sólo, robados de cuerpo. Lo que hay en cambio es, o bien, un «ex -sexo»; es decir, un exceso de cuerpos expuestamente sexuados, diseñados a través de esa monarquía; o bien, por el contrario, cuerpos sin cuerpos, cuerpos espectrales, como señala el psicoanalista Ricardo Rodulfo. [7]
Excedidos de sexo o expropiados de cuerpo, los cuerpos – y también el sexo- se estereotipan en una performance televisada. «La adolescencia —dice Rodulfo— entra por los ojos.» Por exceso o por deficiencia el régimen escópico, la pregnancia de la imagen, el producir-se a imagen y semejanza de los media, ya no refleja sino que produce: produce subjetividad y cuerpos pre-dados, Prêt-à-Porter.
Liberar al cuerpo del cuerpo, liberar al sexo del sexo llama, a su vez, a liberar al adolescente del adolescente. Pre-figurar, preformatear al adolescente tranquiliza al mercado y a los adultos pero desconoce lo que allí se pone en juego.
Lo que se llama «adolescencia» es la ruptura de un proceso, es la experiencia de una diferencia. La adolescencia o aquello que se nombra como adolescencia es el espacio de una experimentación, el lugar de una experiencia. Lo que se pone en juego allí, como cuerpo, como sexualidad, como existencia, es la experiencia como pura posibilidad no marcada, como diferencia y como proceso de diferenciación irreductible.
Esta experiencia no corresponde a un segmento del mercado -el mercado más bien llama a sofocarla-, ni a una edad cronológica determinada y, como tal, no admite trazado previo. No hay prefiguración para la diferencia. Hay experiencia.
El cuerpo es experiencia. No se tiene un cuerpo. Cuerpo se experimenta.
El «segundo deambulador», nomadismo que se aventura lejos de los paisajes conocidos de lo familiar para extraviarse en lo exótico de un otro lugar por siempre desconocido, encuentra en estas fuertes prefiguraciones la obstrucción de su existencia en tanto posibilidad. El «segundo deambulador» tiene el mapa ya trazado. Mas, esperarlo llegar es no dejarlo venir.
Tal vez haya que recordar que lo más propio de la adolescencia es justamente poner en entredicho lo propio, lo normativizado, lo esperable. Tal vez seria deseable extraer de lo adolescente esta interdicción y este desafío y no apresurarnos a aplacarlo con la angustia de no comprender o la sobredeterminación de saber poder demasiado.
Lo «adolescente» lejos de ser un cuerpo, un sexo y un segmento a producir, es el lugar de una experiencia por venir.
¿De qué cuerpos, de qué placeres, de qué sentidos, somos capaces, no ya los «adolescentes» sino los existentes que somos? ¿Qué resiste ahí, ya no en los adolescentes como segmento identificado sino en lo adolescente como aquello que resiste a la identificación?
La respuesta, si acaso la hubiera, no puede llegar de la certeza de nuestras individualidades ya constituidas sino desde la incertidumbre de nuestros intercambios. Lo «adolescente» lejos de ser un cuerpo, un sexo y un segmento a producir, es el lugar de una experiencia por venir.[8]
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