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Edición
47

Oscuras brujas de la noche

Madrid
Durante la pandemia las pantallas son, más que nunca, una ventana al mundo. ¿Cuál es la realidad nos llega a través de los contenidos personalizados y los algoritmos que nos calculan?

¿Qué le pasa a nuestro mundo que siempre andamos en otro? O mejor, ¿qué le pasa a nuestro mundo que cada una anda en el suyo? En estos meses hemos lidiado con el aislamiento, total o parcial, de la mejor forma que nos ha sido posible. Afortunadamente, hoy en día, la mayoría de nuestros hogares poseen ventanas abiertas al mundo. Las tenemos de muchos tamaños, las manejamos con teclados, con mandos y hasta con la voz. Son las pantallas por las que accedemos a la información, al entretenimiento, y a la vida de amigos, familiares y allegados. Sin estas herramientas, nadie podría imaginarse cómo habríamos soportado tanta soledad. Y, sin embargo, cuando una esporádicamente sale y ve el mundo, cuando entabla, por causalidad, una conversación no ya con un desconocido, basta que sea un no conviviente, llega la sorpresa: ¿Cómo es posible que veamos la realidad de manera tan diferente? Llevamos demasiado tiempo asomándonos a mundos distintos en los que cada vez existen menos probabilidades de tropezar con argumentos contrarios a nuestras impresiones.
Hoy las redes sociales y el contenido personalizado de las plataformas de búsqueda y entretenimiento contribuyen a polarizar la opinión pública y condicionan la acción ciudadana. El participio debería alarmarnos. Como bien saben las gentes de teatro, la raíz etimológica de la palabra “persona” se refiere a la máscara que utilizaban los actores griegos y significa “sonar a través de”, per sonare, ya que estas máscaras proyectaban su voz. ¿Quién suena a través de nosotras? No se trata de creer en teorías conspirativas, hay una explicación más trivial y, quizá por eso, nos enseñó Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, más terrorífica.

Llevamos demasiado tiempo asomándonos a mundos distintos en los que cada vez existen menos probabilidades de tropezar con argumentos contrarios a nuestras impresiones.

El Big data, al que todas contribuimos a alimentar, es analizado con algoritmos que generan perfiles en los que encaja nuestra supuesta personalidad. Así se seleccionan/personalizan los contenidos que nos deberían interesar y, por lo tanto, nos harían permanecer más tiempo en su plataforma o susceptibles de comprar algo. Sin entrar en el cuestionamiento ético de las técnicas de marketing, la inquietud estos días radica en las consecuencias que esta forma de relacionarnos con el mundo tiene sobre nosotras mismas, sobre mí misma, sobre nuestro propio encasillamiento ideológico. ¿Dónde ha quedado la posibilidad de objeción? ¿Cómo entablaremos esa conversación con el famoso cuñado (o cuñada) que se vuelve combativa pero también fructífera? ¿Volverá el universo de posibilidades que nos brindaban los periódicos y revistas en papel, con todo su contenido desplegado, a las salas de espera? Hay muchas cosas que han desaparecido de nuestras vidas, tal vez las más difíciles de recuperar sean las que no buscábamos, las que sembraban la duda, las que desmontaban nuestras creencias y nos hacían reflexionar.
No se trata de un fenómeno que haya traído consigo la pandemia, pero sí lo ha exacerbado. Tampoco es la primera vez en la historia que tras lo que parecía (y probablemente también fue) una gran democratización del saber y la información –como el desarrollo de la imprenta de tipos móviles de Gutenberg y la posterior traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas– se desata el fanatismo. Por no hablar de los totalitarismos del siglo XX, vayamos un poco más atrás y pensemos en las brujas, que han existido en todas las épocas y culturas, pero nunca fueron perseguidas con tanta virulencia como en Europa entre los siglos XV y XVIII, cuando se estima que se envió a la hoguera a 500.000 personas. Sus crímenes: un pacto con el diablo; viajes por el aire a largas distancias en escoba; besar al Satanás debajo de la cola; copulación con íncubos, etcétera. Algunas veces se sumaban acusaciones más mundanas como provocar granizadas o la muerte de una vaca. ¿Cómo pudo suceder? Tamaña locura no se explica desde la conciencia de la gente que participó en ella. Los testimonios de las acusadas se tomaban bajo tortura y los jueces y verdugos recibían beneficios por cada bruja ejecutada.
Se trataba de un sistema bien diseñado y duradero. ¿Por qué se consintieron estas terribles fantasías? Lo que el fenómeno de la brujería pone de manifiesto –como retrató Arthur Miller en Las brujas de Salem– es lo peligroso que resulta creer que existe una única explicación posible de los acontecimientos y no se acepte la confrontación. ¿Cómo sabremos cuándo nos deslizamos al oscurantismo? ¿Qué posibilidades no estoy contemplando? A efectos prácticos, la apariencia –algo que ven y oyen otros como nosotros– es la realidad, cuando esos otros siempre tienen unos hábitos, gustos y perfiles socioeconómicos parecidos a los nuestros, no es de extrañar que en pocos meses acabemos creyendo que la Tierra es plana, nos han robado las elecciones o un grupo de mujeres vuela en escoba hacia el diablo buscando nuestra ruina.
El acceso a la realidad, lo sabemos desde Kant, está siempre mediado por nuestros sentidos y capacidades, y ahora también por nuestras pantallas. ¿Seremos capaces de mantener el diálogo necesario para la democracia o iremos dejando que este mundo desencantado vaya, paso a paso, embrujándose?

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