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¿Qué le pasa a nuestro mundo que siempre andamos en otro? O mejor, ¿qué le pasa a nuestro mundo que cada una anda en el suyo? En estos meses hemos lidiado con el aislamiento, total o parcial, de la mejor forma que nos ha sido posible. Afortunadamente, hoy en día, la mayoría de nuestros hogares poseen ventanas abiertas al mundo. Las tenemos de muchos tamaños, las manejamos con teclados, con mandos y hasta con la voz. Son las pantallas por las que accedemos a la información, al entretenimiento, y a la vida de amigos, familiares y allegados. Sin estas herramientas, nadie podría imaginarse cómo habríamos soportado tanta soledad. Y, sin embargo, cuando una esporádicamente sale y ve el mundo, cuando entabla, por causalidad, una conversación no ya con un desconocido, basta que sea un no conviviente, llega la sorpresa: ¿Cómo es posible que veamos la realidad de manera tan diferente? Llevamos demasiado tiempo asomándonos a mundos distintos en los que cada vez existen menos probabilidades de tropezar con argumentos contrarios a nuestras impresiones.
Hoy las redes sociales y el contenido personalizado de las plataformas de búsqueda y entretenimiento contribuyen a polarizar la opinión pública y condicionan la acción ciudadana. El participio debería alarmarnos. Como bien saben las gentes de teatro, la raíz etimológica de la palabra “persona” se refiere a la máscara que utilizaban los actores griegos y significa “sonar a través de”, per sonare, ya que estas máscaras proyectaban su voz. ¿Quién suena a través de nosotras? No se trata de creer en teorías conspirativas, hay una explicación más trivial y, quizá por eso, nos enseñó Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, más terrorífica.
Llevamos demasiado tiempo asomándonos a mundos distintos en los que cada vez existen menos probabilidades de tropezar con argumentos contrarios a nuestras impresiones.
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