Por
María Elena Walsh, 1930 -2011
Ahora la veo. Manuelita está llegando, lenta aunque a paso firme. Viene de Pehuajó, ya se sabe. Desde aquel novio no ha vuelto a enamorarse y encima, ahora, su tristeza es enorme. No hay pañuelo que alcance ni barniz que disimule sus ojeras, su cara arrugadísima. Usa la cinta de Jacinta, la mona, para secarse los mocos. Y, aún así, no hay manera.
Adentro, en el corazón de la cosa, están los demás: la Vaca que, de tanto estudiar, ya es médica y ayuda al Doctor del cuatrimotor a dar vacunas; Mono Liso con su Naranja a cuestas (no la deja en el piso, no vaya a ser que se le escape otra vez); los Gatos (que viajaron, obviamente, desde Tucumán); la Pájara Pinta; la Familia Polillal. Llora Osías, osito sensible si los hay; y la Reina Batata se abatata y tose como nunca (que es también una manera de llorar).
-Ahora sí que el mundo está del revés- murmura el Perro Salchicha (gordo y con sombrero de marinero). -La gente como ella no debería morir.
Y, sí. Desasosiego, agradecimiento, admiración, respeto. Todos estamos así. Nuestra infancia nos busca desde el rincón y entonces tal vez nos vemos más viejos, menos inocentes, más desconfiados o serios. Sin embargo, algo quedó: los que son padres cantan sus canciones y los que somos abuelos, también. Mientras escribo pienso en mi nieto que se ríe a carcajadas cuando escucha la Canción del Estornudo (y baila e imita el a-a-a-a-a-atchís/a-a-a-a-a-atchús de Mambrú, y de su reina y su séquito); o en mi otra nieta, que se duerme con las estrofas de Manuelita. Esta tortuga es casi un himno, pienso (y hasta inspiró una película). La última, la que no tiene más de quince días, ya la escuchó también. ¿Y entonces?
-Esta gente no se muere- le sonreímos a Salchicha. -No te angusties- y le damos un beso. Enorme como la Luna que se bañaba en el aljibe. Perfumado de Jacarandá. Salchicha se abraza a Osías: concede que no morirá.
El anecdotario de María Elena está lleno de colores, de rimas, de ojales y botones, de animales y verdadero talento.
El anecdotario de María Elena está lleno de colores, de rimas, de ojales y botones, de animales y verdadero talento. De imágenes y metáforas mezcladas con el nonsense y la tradición del cuento oral. Vendrán otros a cantarnos la niñez. Pero ella perdurará, qué duda cabe. El Viento llevará sus versos en un monopatín constante, silbador, precipitado, luminoso.
Y llevará también sus “canciones para adultos”, los cuentos, la dramaturgia. Sus firmes convicciones, su feminismo a ultranza, su entereza.
Cuando no pudo caminar, siguió sonriendo. Y no se la vio mucho, salvo algún merecidísimo homenaje (en 1985 fue nombrada Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires; y en 1990, Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba y Personalidad Ilustre de la Provincia de Buenos Aires). Es que las pantallas y los medios en general buscan otros ídolos. Pero muchos (sensibles, fieles) siguieron actuándola. Hasta la música folclórica la tendrá entre sus mentores.
La crónica oficial dirá que había nacido el 1º de febrero de 1930, en el barrio de Ramos Mejía, Buenos Aires, República Argentina. Que su padre era un ferroviario inglés y su madre, una argentina descendiente de andaluces. Que publicó su primer poema a los quince años en la revista “El Hogar”. Y que poco después comenzó a escribir en el diario La Nación. Que antes de finalizar sus estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes ya había publicado su primer libro “Otoño interminable” (1947, Segundo Premio Municipal de Poesía). Que en 1949 viajó a Estados Unidos, invitada por Juan Ramón Jiménez. Que se auto-exilió en París, en los 50, junto a Leda Valladares. Que a partir de esa época se gestaron todas sus producciones, incluidos guiones para televisión y ensayos. Que sus temas fueron musicalizados por personalidades como Mercedes Sosa y Juan Manuel Serrat, y trascendieron las fronteras de su país.
Fervorosa, interesada por lo social, contestataria desde una postura central y autorizada, ayer la Parca vino a buscarla, aburrida y oscura: iba repitiendo que se la iba a llevar porque la quería cerca, para aprender a divertirse y entonces no morir “para siempre”. Suponemos que el brujito de Gulubú la habrá ayudado a esquivar el trance. Y que ya está, no dejará de estar, en el corazón de cada niño. Y de cada adulto que, mirando hacia el rincón, redescubra, con fascinación, algún momento de sus días felices: los juegos en la vereda, la vuelta del colegio, la leche de la tarde en manos de una madre o de una abuela cariñosa, el paseo en bicicleta con papá. Cuando el mundo era una tajada de risa, una pura carcajada, un envión.
Ahora los veo otra vez: -No estemos tristes- les digo (son un montón amontonado). -No habrá País del Nomeacuerdo con ella-. Es en ese preciso momento cuando Doña Disparate le palmea el hombro a Bambuco. Y Manuelita aplaude. Todos aplaudimos. aplaudimos. La cigarra canta, seguirá cantando. Stop.
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