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En la época del amor romántico las jovencitas se sentían vulnerables ante la mirada del otro. La vergüenza, el pudor, el rubor en las mejillas eran la marca corporal de haber sido sorprendidas. Por aquel entonces mirar se consideraba indiscreto, no era bien visto. Si la regla social que solicitaba apartar la vista no se cumplía, se corría el riesgo de comprometerse a ser el objeto de la contemplación del otro. Surgía un sentimiento de malestar.
Era una época donde lo íntimo se resguardaba, el honor, la virtud, lo sagrado, el secreto dimensionaban el ámbito de lo reservado. Detrás del velo había algo que no debía mostrarse, aunque, tal como la mitología lo transmite, detrás de la última barrera había la nada.
De pronto en la cultura juvenil –que quizás no sea exclusiva de la adolescencia- la mirada se volvió osada y llevó al centro de la escena lo que en otros tiempos perteneciera a la intimidad. Las cosas han cambiado, simplemente ocurren de otro modo. Ya no es necesario ocultar, recubrir, hoy la exposición decidida ante la mirada de los otros, se ha vuelto valiosa.
Hace ya tres décadas los intelectuales comenzaron a percibir que la antigua presión disciplinaria y su sistema de valores se pulverizaban bajo el resplandor de la seducción que comenzaba a envolver la vida cotidiana. Una producción exuberante de lujuriosas imágenes fue afianzando el hedonismo que confirmaba cómo nos acostumbrábamos a convivir bajo la estrategia de fascinación.
El entretenimiento comenzó a ocupar la parte principal del tiempo que no se usaba trabajando. A la vez el espectáculo se fue generalizando volviéndose cada vez más participativo, dando lugar a que cualquiera puede aspirar a sus cinco minutos de fama. Ser ad-mirado, se ha vuelto el modo de satisfacción contemporánea.
Las actuales maneras de sentir, de pensar y de vincularse, alejan cada vez más de la marca de la vergüenza. Eso parece constituir una particularidad de esta época. La sociedad del espectáculo convoca al voyeurismo-exhibicionismo y el sujeto despojado, se muestra ante la mirada de los otros.
El pudor y la vergüenza ya no tienen mucho lugar entre los hábitos sociales. En la cultura adolescente, que insisto, quizás no se restringe sólo a los teenagers, los sujetos pueden exponer la desnudez de su goce sin que los invada ese afecto primario que en algún momento tanto incomodaba. Los modos y costumbres de nuestro tiempo se sostienen de un estilo mediático y espectacular que exige que la vergüenza se esfume. Se promueve mostrarlo y decirlo todo y a la vez, tal como Nietsche supo observarlo, se «explotan las vivencias» [1]. Todo ello contribuye a crear una transparencia, a dar la falsa apariencia de que todo está disponible, ostensible allí en la superficie. No hay ningún mas allá sobre el que sea necesario poner un velo.
Si la vergüenza era una señal de que se sobrepasó el límite de lo más íntimo, también indicaba la vigencia de ciertas creencias e ideales que eran susceptibles de provocar ese afecto. En ese caso, la mirada del Otro social portaba la eficacia de destituir al sujeto, de provocar el malestar que hacía experimentar la más humana vulnerabilidad, de hacerlo sentir en falta.
En la cultura juvenil de nuestro tiempo, los sujetos aparentan una desinhibición que los deja exhibirse porque los hábitos y las acciones han sido despojados de la carga de sentido. Muchas de las conductas y costumbres de hoy tienen como condición no significar demasiado para el sujeto, no conmoverlo. Esta subjetividad hace pareja con Otro social investido de una autoridad que le permite decidir casi nada.
Los sujetos hoy ya casi no se cohíben y el Otro social mira cómo gozan. ¿Cómo es que se nos ha vuelto soportable no apartar la vista? También ello requiere de una condición para ser posible: la mirada misma se ha vaciado de su función. Hoy se «explotan las vivencias» y el espectáculo del mundo puede ser visto con una mirada ciega, apartada de su potencia, desconectada de la vitalidad que conseguiría afectarnos.
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