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El lunes 15 de Septiembre amaneció gris en todo el planeta. Pero, quienes estaban atentos a la información que circuló durante todo el fin de semana, no se extrañaron. Sin embargo, aunque vivimos en los tiempos de acceso a la información inmediata y continua – como se dice en los Estados Unidos 24/7, veinticuatro horas, siete días a la semana – la sorpresa tuvo lugar de todos modos.
Los preocupantes rumores del domingo se confirmaron haciendo gravitar el mayor temblor financiero desde la gran depresión. La bancarrota de Lehman Brothers sacudió al mundo y la pregunta acerca de cómo seguir a partir de esta hecatombe, llena de incertidumbres.
La historia de negocios que Lehman Brothers acreditaba, con sus más de ciento cincuenta años, han servido de poco. Una tradición de 158 años de trabajo inscripta en el mundo financiero no alcanzó a tener peso suficiente cuando en algún momento de este estremecimiento bancario, esa corporación decidió sostener y defender firmemente su precio en el mercado. Merrill Lynch corrió otra suerte, quizás por negociar el ¨salvataje¨ a la mitad de lo que valía hace un año atrás.
Más allá de las consecuencias económicas que este episodio obliga a examinar en los ámbitos especializados, otros análisis también se hacen necesarios.
Uno de los ángulos desde donde este episodio puede mirarse, nos deja ver que en esta época de aceleración vertiginosa parece ser que trayectoria y valor no van de la mano. La estabilidad en la que se confiaba, lo que durante más de un siglo y medio nos parecía firme, se desvanece en el aire. Caen algunos gigantes financieros y otros resisten gracias a la línea de vida, ¨lifeline¨, que el gobierno ha decidido tenderles pero, la propia solidez edificada por esas corporaciones a lo largo de los años, no fue lo que las sostuvo.
Hay perplejidad y sensación de amenaza y, aunque sea posible advertir que los recursos norteamericanos son fuertes y parecieran que cuentan con capacidad de recuperación, el acontecimiento le ha quitado el sueño a muchos. Y quizás, no sea exagerado pensar este accidente de la economía, como un sueño que se interrumpe.
Hoy el sacudón despierta y nos hace testigos del resultado que arrojó aquello que crecía agigantadamente. Esta cuestión nos evoca a Paula Sibila cuando describe el ansia de totalidad que caracteriza nuestra época. Vivimos en una realidad animada por el crecimiento infinito y nuestras acciones se alientan por la creencia de que todo lo que se multiplica es positivo. Un ejemplo de ello es el salto de acumulación que se dio cuando las fortunas dejaron de ser millonarias para pasar a ser billonarias.
Pero, este mismo empuje que en las últimas décadas apostaba sin cesar a incrementar las cantidades, es lo que no se acotó cuando se tomaron los riesgos excesivos que culminaron en una crisis del crédito. Este efecto pone al mundo a transitar en una zona de peligro y recesión. Todavía no esta muy claro como se sigue pero las significativas cifras de despidos de personal, ya son un hecho.
Lo que tampoco conviene dejar escapar de esta situación, es el destello que ilumina algo de la verdad. Este acontecimiento imprevisto revela que el borramiento de los límites es lo que hace latir a la posmodernidad. Los flujos que penetran nuestro presente mueven las referencias que conocíamos y disuelven los contornos con los que tradicionalmente distinguíamos el mundo.
En este momento en que el futuro se vuelve inseguro pobres y ricos se igualan como pocas veces, en una sensación de desconfianza e incertidumbre. La paradoja de este momento histórico es que los necesitados y los ricos comparten una sensación de fragilidad y temor. Claro que si bien ambos pueden estar con las manos vacías, las razones no son las mismas.
Hace tiempo que el dinero viene siendo reemplazado por papeles, por tarjetas de plástico y por las claves y contraseñas que conquistan el acceso a él. Estas señales comenzaron a definir las cosas de otra manera. Por un lado los mercados encendieron la pasión por el consumo y los sujetos se volvieron ¨consumidores¨. A la vez este entusiasmo por disfrutar de los objetos que el mercado propone abrió un nuevo horizonte: la deuda. Ese movimiento justifica lo que algunos pensadores hoy sostienen cuando describen que el hombre contemporáneo ya no es el sujeto consumidor sino el sujeto endeudado.
Esta novedad que se ha instalado en muchas sociedades impone el ritmo de la deuda y con ella se define el estilo de vida, la salud, el entretenimiento, el trabajo, la información y los negocios.
En nuestros días, contraer deudas ya no es una excepción sino un estado permanente. Ya no se trata de endeudarse para un fin definido y excepcional de algo que se quiere alcanzar, sino que se vive en estado de deuda permanente. La deuda paso a ser la llave que franquea el acceso. En algunos países quienes califican para acceder a esta llave cuentan con la posibilidad desde muy jóvenes de acceder a una carrera costosa, comenzar el proyecto de establecer su propia empresa o armar una familia, sin necesidad de esperar. Transitar por esta vía rápida de acceso a bienes y servicios depende de la credibilidad que estas personas ofrezcan al mercado para obtener su confianza.
Entonces la rueda comienza a girar y se debe producir para pagar esa deuda original. Lo que hay que observar es que el giro es infinito porque el débito no se salda, mejor dicho se paga pero para volver a comenzar continuamente.
Entonces la deuda ha llegado a nuestros días introduciendo la marca del eterno retorno. Además, lejos de estar allí para liquidarse, ha pasado a ser un indicador que distingue hoy a los ricos de los pobres pero de un modo nuevo.
Si en un tiempo no tan lejano quienes vivían a crédito eran los que no tenían solvencia, hoy esa frontera se deshizo. En nuestros días, no tener deudas es lo que se volvió un indicador de pobreza, porque solo quienes no tienen no son confiables, no alcanzan la credibilidad para conseguir préstamos o tarjetas de crédito.
De modo que acceder a esos productos de mercado y un paso mas allá, a la banca de inversiones, es lo que francamente divide hoy a los pobres de los ricos. Dicho en términos más resonantes en la cultura, este es el modo en que se marca la frontera entre los que «pertenecen» y los excluidos.
Lo que esta semana acaba de ocurrir en los mercados nos recuerda que las burbujas que este funcionamiento puede crear, olvidan mantener la unión entre la economía y lo real.
En la vida cotidiana de ciertas ciudades del mundo el dinero en efectivo no es necesario en absoluto, y el plano mayor del manejo financiero ha pasado definitivamente al terreno simbólico y virtual. Muy atrás quedaron los tiempos en los que se ahorraba debajo del colchón o se adquirían bienes reales y tangibles, la mayor aspiración en estos tiempos es la de hacer crecer las ganancias diversificando en las distintas opciones que ofrece la banca de inversión.
Estos cambios propician el olvido de lo real de cada caso. En su libro La ilusión económica Emmanuel Todd afirma que la economía no es una infraestructura, es una superestructura que se apoya en una infraestructura psicológica y sobre todo antropológica. Si esta dimensión humana se eclipsa y solo se enfatiza el valor del incremento se nos pierde la complejidad del mundo. Lo que no impide que la verdad de esa complejidad nos sorprenda de cuando en cuando.
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