APA [2] , Las Fronteras del Psicoanálisis, 26 Octubre 2004
Me preguntaba antes de venir: ¿Será que vendré de afuera? ¿Será que vendré de otro campo del saber: la Filosofía? Y, ¿a qué adentro, se supone, soy invitada a venir? ¿Al adentro de un otro campo de saber: «el Psicoanálisis», y al adentro de una institución: la Asociación Psicoanalítica Argentina? ¿Llegaré? Y, ¿qué implica, en todo caso, este afuera en el adentro que, se supone, represento y este adentro en el afuera que, se supone, me invita? ¿Me invita?
…lo cierto es que todo el tiempo y en todo lugar, se supone estamos cruzando umbrales, fronteras—fronteras geográficas, fronteras del saber, fronteras conceptuales— y, sin embargo… ¿A quién pertenece una frontera? ¿Es mitad de uno y mitad del otro? ¿Para un lado es de uno y para el otro es del otro? Y, ¿por dónde se traza la mitad de una frontera, por la medianera, por el medio?
En diálogo con René Mayor y, justamente, a propósito de una invitación de psicoanalistas, Jacques Derrida ironizaba: «Dejemos de lado por el momento el hecho de que esta noche alguien venido del pretendido exterior de la institución de ustedes haya sido invitado (o evitado, como se pueda, digamos, por el momento, inevitado (…).» [3]
In-evitación aparte, por el momento, lo cierto es que todo el tiempo y en todo lugar, se supone estamos cruzando umbrales, fronteras—fronteras geográficas, fronteras del saber, fronteras conceptuales— y, sin embargo… ¿A quién pertenece una frontera? ¿Es mitad de uno y mitad del otro? ¿Para un lado es de uno y para el otro es del otro? Y, ¿por dónde se traza la mitad de una frontera, por la medianera, por el medio?
Como los países, las regiones del saber, las disciplinas tienen fronteras y tienen instituciones y Estados que las autorizan, las legitiman y las custodian. «Fronteras del saber, «regiones del saber», «marcos teóricos»… toda una retórica extremadamente espacial y geográfica se aplica al saber y, sin embargo, curiosamente, no hay, nunca hubo, una geografía del saber, una cartografía, un plano de sus trazados. Hay, sí, historias de las ciencias todas, pero no hay geografía. Hay Historia de la Filosofía, Historia del Psicoanálisis, Historia de la Medicina, etc.. Mas no hay, nunca hubo, una geografía: una espacialidad, un diagrama de sus distribuciones, un trazado de sus huellas. ¿A favor de qué se ha borrado este mapa? ¿A qué responde la omisión de este trazado?
En un texto llamado La Lógica del Sentido, Gilles Deleuze escribe: «Cuando preguntamos ¿qué significa orientarse en el pensamiento? Parece que el mismo pensamiento presupone ejes y orientaciones según las cuales se desarrolla, que tiene una geografía antes de tener una historia, que traza dimensiones antes de construir sistemas.» [4] Pero, ¿qué significa que el pensar tenga una geografía antes de tener una historia, que trace dimensiones antes de construir sistemas?
Hablamos de «el Psicoanálisis» así como hablamos de «la Filosofía» o «la Medicina». Hablamos, pensamos y actuamos desde la idealidad de los conceptos; es decir desde la identidad de un concepto consigo mismo, como si éstos se generaran a si mismos en el seno de su propia interioridad, de los bordes hacia adentro. La historia no «historiza» los términos, parte de un concepto dado —sea la Historia del Psicoanálisis o Historia de la Filosofía, para el caso—y relata la trayectoria, el despliegue de esa idealidad supuestamente dada. La Historia o, mejor, la construcción de la Historia colabora a constituir la identidad de un saber. La Historia, aún la Historia del presente como cuando Freud relata la Historia del Psicoanálisis al mismo tiempo que lo está fundando, consolida la identidad del concepto que despliega al otorgar, con su relato, la ilusión de la continuidad y la permanencia que toda identidad, que se precie de tal, requiere para sí. La Historia es así solidaria de la idealidad y de la identidad. No deja entrever que todo saber, todo concepto, todo «término» —como la misma palabra lo señala— implica, en tanto término, en tanto fin, un acto de demarcación, una de-limitación, en breve, lo que se llama una de-finición; es decir, el trazado de un fin, un límite. En suma, como diría Deleuze, toda una geografía, toda una cartografía y no la pura e imperturbable idealidad de un concepto.
¿cómo trabaja una frontera? ¿Trabaja sólo de los bordes hacia adentro garantizando y custodiando la unidad, es decir, la identidad de un saber consigo mismo —en este caso «el» Psicoanálisis— o lo expone inevitablemente? Y, en este caso, ¿a qué?
En lo que sigue propongo ejercitar un pensar geográfico, diferencial y no conceptual. Propongo ejercitar un pensar de las fronteras como operación de demarcación y no como límite que, se supone, demarca una identidad y un saber ya constituidos. No se trata de abolir las fronteras sino de ponerlas a trabajar como trabaja una madera.
Esta vez contamos con una ventaja. No todos los días se asiste al cuidadoso trazado de un saber en su gesto inaugural, aún cuando éste pretenda luego borrar sus huellas. No hemos llegado allí aún. Ya lo veremos. La práctica psicoanalítica —práctica psicoanalítica y no «el Psicoanálisis»— se inaugura a la vez que se practica y se escribe. Apreciemos, en toda su dimensión, lo que Freud nos hace ver dándonos a leer.
En 1924, en «Resistencias contra el Psicoanálisis», Freud delimita a la vez que localiza delimitando el ámbito del «Psicoanálisis». Recordemos ese trazado (borrado):
«Así el Psicoanálisis sólo saca desventajas de su posición intermedia entre la Medicina y la Filosofía. El médico lo considera como un sistema especulativo y se niega a creer que como cualquier otra ciencia de la Naturaleza se basa en una paciente y afanosa elaboración de hechos procedentes del mundo perceptivo; el filósofo, que la mide con la vara de sus propios sistemas artificiosamente edificados, considera que parte de premisas inaceptables y le achaca el que sus conceptos principales—aún en pleno desarrollo— carezcan de claridad y de precisión. Semejante situación bastaría para explicar la recepción indignada y reticente que los circuitos científicos le dispensaron al Psicoanálisis.» [5]
La Medicina y la Filosofía, tal como Freud lo explicita, son los países limítrofes del Psicoanálisis. Esta es la geografía que lo enmarca y respecto de la cual se des-en-marca. Estas son, si se quiere, las «Fronteras del Psicoanálisis». Y, sin embargo…
Abramos algunos interrogantes por siempre provisorios: Las fronteras «del» Psicoanálisis: ¿cómo pensar esta figura y esta pertenencia? ¿Qué constituye a qué: el Psicoanálisis a sus fronteras o éstas a aquel? ¿Qué es primero: el Psicoanálisis o el gesto de demarcación que lo produce? Las fronteras «del» Psicoanálisis ¿son del Psicoanálisis? ¿Pueden acaso serlo? Y, en todo caso, otra vez, ¿cómo trabaja una frontera? ¿Trabaja sólo de los bordes hacia adentro garantizando y custodiando la unidad, es decir, la identidad de un saber consigo mismo —en este caso «el» Psicoanálisis— o lo expone inevitablemente? Y, en este caso, ¿a qué?
Extraña «propiedad» la del Psicoanálisis. Posición «intermedia», según lo señala Freud, «entre» —y subrayo la pre-posición «entre»— la Medicina y la Filosofía. «Entre» la supuesta objetividad del cuerpo (ámbito de la Medicina) y la supuesta abstracción de las ideas (ámbito de la Filosofía), un espacio intermedio se abre dando lugar al ámbito de los signos, los síntomas, los fantasmas, como «sector fenoménico» de lo inconsciente. Extraña epistemología la de Freud, extraño «objeto» que más que existir, según las características objetivas de la época, insiste; más que mostrarse, sólo se muestra ocultándose y dando signos. Extraña epistemología la de Freud que establece, además, un saber fundado en el no saber: es decir, un saber que no se sabe a sí mismo sabiendo, un saber que no tiene conciencia de sí. Un «saber inconsciente» si es que semejante paradoja es posible de ser enunciada en estos «términos». Extraño por demás y, sin embargo, Freud pareciese ser el primero que resiste evitando arrastrar consigo todas las implicancias que semejantes extrañezas traen.
…una frontera es el trazado de un límite que trabaja, por así decirlo, a favor de esa coherencia interna y a favor de esa identidad consigo mismo que todo saber aspira a constituir. Esta frontera, así concebida, es una frontera, si puede decirse, de una sola cara. Es una frontera interna e internamente custodiada capaz de garantizar y preservar la unidad consigo mismo de aquello que ella misma demarca. Una frontera interna que, consecuentemente, buscará evitar, no cualquier cosa, claro está, sino justamente aquello respecto de lo cual se ha desmarcado por excesiva cercanía.
Visualicemos algunas paradojas. Por un lado, Freud se asume como el padre del Psicoanálisis. Su gesto es fundacional e inaugural. Y, sin embargo, por el otro, escribe como si el Psicoanálisis ya existiera, como si éste lo precediera. En su Autobiografía (1924) nos dice: «La Historia del Psicoanálisis se divide para mi en dos períodos (…). En el primero, me hallaba totalmente aislado y tenía que llevar a cabo toda la labor. Este período duró de 1895 a 1907.» [6]
Freud hace mención a la Historia del Psicoanálisis a la vez que admite ser el Padre. Su gesto es inaugural, su historia es la suya misma que, escribiéndose, escribe al Psicoanálisis a la vez que escribe a su Historia como si éste ya existiera. ¿Puede acaso el Psicoanálisis precederse a sí mismo a la vez que, escribiéndose, escribe su propia historia?
Escribe Derrida en La Tarjeta Postal: «Cuando Freud adelanta un enunciado que implica que la teoría psicoanalítica existe, no está para nada en la situación de un teórico en el campo de otra ciencia, ni tampoco de un epistemólogo o de un historiador de las ciencias. Toma nota de un acto cuyo contrato implica que le corresponde y que responde de él. En cierto modo parece no haber contratado sino consigo mismo. Se habría escrito él mismo. A sí mismo, como si alguien se enviara un mensaje, informándose por carta certificada, en papel sellado, de la existencia atestiguada de una historia teórica a la que él mismo ha dado, tal es el contenido del mensaje, el golpe inaugural.» [7]
Freud se envía a «sí mismo» una Tarjeta Postal cuyo remitente y destinatario coinciden. Freud se escribe. Y, sin embargo, lo hace como si la identidad del Psicoanálisis, fundada en sí misma, ya estuviese asegurada. Como si el Psicoanálisis le fuese enviado a su vez a aquel que lo funda. Como si lo precediese. La paradoja se escribe aún a pesar de Freud.
Mas, la paradoja es doble y se duplica. Por un lado el gesto inaugural de Freud borra lo inaugural del gesto escribiendo como si el Psicoanálisis ya existiera del mismo modo que el Psicoanálisis, borrando las fronteras que lo constituyen, pretendiera precederlas y dominarlas como si fuese «suyas»: las fronteras «del» Psicoanálisis. Simultáneamente, el mismo Freud busca romper alianzas, rechazar herencias. En pocas palabras, busca fundar otra genealogía, originar otro origen.
¿Qué borran estas borraduras si es que acaso borran? Y, ¿qué rechaza la herencia así denegada, si es que rechaza?
Es Freud quien nos pone en camino de lo que este trazado, pretendidamente borrado, trae consigo, de lo que este otro origen arrastra, in-evitablemente.
En su Autobiografía, Freud declara, confiesa: «En los trabajos de los últimos años (entre otros Más Allá del Principio de Placer) he dejado libre curso a mi tendencia a la especulación, contenida durante mucho tiempo. …» Y nos advierte: «No debe creerse que en este último período he vuelto la espalda a la observación, entregándome por completo a una actividad especulativa.» Habiéndonos advertido, confiesa una evitación (¿una in(e)vitación?) que no es cualquiera: «Aún en los casos en que me he alejado de la observación, he evitado aproximarme a la Filosofía propiamente dicha. Una incapacidad constitucional me ha facilitado esta abstención. (…) Las amplias coincidencias del psicoanálisis con la filosofía de Schopenhauer, el cual no sólo reconoció la primacía de la afectividad y la extraordinaria significancia de la sexualidad sino también el mecanismo de la represión, no pueden atribuirse a mi conocimiento de sus teorías, pues no he leído a Schopenhauer sino en época muy avanzada ya de mi vida. Nietzsche, el otro filósofo cuyos presagios y opiniones coinciden con frecuencia de un modo sorprendente con los laboriosos resultados penosamente adquiridos del psicoanálisis, he evitado leerlo durante mucho tiempo pues más que la prioridad me importaba conservarme libre de toda influencia.» [8]
¿Hace falta señalarlo? Ustedes saben y, se supone, mejor que nadie —ustedes saben y lo sabía Freud— qué sucede con aquello que se pretende, se quiere, se busca, se desea evitar. Ustedes saben, mejor que nadie, de la falibilidad de esa operatoria de denegación, evitación, represión. Lo denegado confirmado. Lo denegado retornado. Mas, ¿de dónde proviene la in(e)vitación? ¿De dónde proviene aquello respecto de lo cual algo, alguien se desmarca? Cuando algo, alguien, se diferencia de ¿dónde se ubica aquello respecto de lo cual se diferencia? ¿Afuera? ¿Adentro?
Aquello respecto de lo cual algo se diferencia, no precede al trazado mismo sino que es, más bien, efecto de ese mismo trazado razón por la cual es imposible su evitación. Toda demarcación, toda frontera, todo borde abre a lo otro de sí inevitablemente.
Siguiendo los hilos del texto de Más Allá del Principio de Placer, Derrida escribe: «La evitación no evita nunca lo inevitable de lo cual ya es presa. (…) Toda declaración de evitación realiza lo inevitable. (…) Las palabras de Schopenhauer y de Nietzsche se parecen indistinguiblemente a un discurso psicoanalítico. Pero les falta el equivalente de un contenido propio del psicoanálisis que es el único que puede garantizar su valor su uso y su intercambio. (…) Y debido al parecido, debido a una imputación de herencia demasiado natural, hay que evitar a cualquier precio esa filiación. (…) Freud se somete a un imperativo que le prescribe interrumpir la cadena y rechazar la herencia. Fundar así otra genealogía.» [9]
Interrumpir la cadena, rechazar la herencia. Fundar así otra genealogía. Denegar las deudas. No adeudara nada a nadie. Librarse de toda influencia. Volverse estrictamente inaugural. ¿Eso, acaso, es posible? O, dicho de otro modo, ¿existe, es posible un origen originario?
Desde una epistemología clásica —y la de Freud no la es o la es a regañadientes—un saber se sabe riguroso y científico cuando traza, desde el origen, la unidad, la identidad consigo mismo, la propiedad, su propiedad. Es decir, cuando se da a sí mismo una clara y distinta de-finición, delimitación: un «desde acá» y un «hasta acá», es decir, una frontera. Así concebida, una frontera es el trazado de un límite que trabaja, por así decirlo, a favor de esa coherencia interna y a favor de esa identidad consigo mismo que todo saber aspira a constituir. Esta frontera, así concebida, es una frontera, si puede decirse, de una sola cara. Es una frontera interna e internamente custodiada capaz de garantizar y preservar la unidad consigo mismo de aquello que ella misma demarca. Una frontera interna que, consecuentemente, buscará evitar, no cualquier cosa, claro está, sino justamente aquello respecto de lo cual se ha desmarcado por excesiva cercanía. Todo gesto de demarcación que pretende posicionarse en dominio de aquello que ha demarcado exige, consecuentemente, un gesto de evitación. Es una llamado a la exclusión, evitación. Y, sin embargo, he aquí la in(e)evitación como el trabajar mismo de las fronteras. Toda frontera —como una pared—tiene dos caras. Esto es in-evitable. Hasta el trazado de la aparentemente más simple línea desmiente la simpleza abriéndose en dos bordes, dos labios, una herida inevitable si se quiere. Herida que hiere la pretendida unidad de algo consigo mismo desde el origen mismo de su trazado, de su «termino». Aquello respecto de lo cual algo se diferencia, no precede al trazado mismo sino que es, más bien, efecto de ese mismo trazado razón por la cual es imposible su evitación. Toda demarcación, toda frontera, todo borde abre a lo otro de sí inevitablemente. El trazado de una frontera —sea ésta una frontera geográfica, una frontera del saber o una frontera conceptual— no puede trazarse sino dividiéndose a sí misma en dos bordes «simultáneamente» originarios. Dicho en otros términos, el trazado es siempre «bífido» y abre a su otro como a si mismo. La frontera (que nunca es una) se ve amenazada por el mismo trazado. Escribe Derrida en Aporías: «Hay problema desde el momento en que la linde de la línea se ve amenazada. Ahora bien, ésta se ve amenazada desde su primer trazado. Éste no puede instaurarla sino dividiéndola en dos bordes. Hay problema desde el momento en que esa división «intrínseca» divide la relación consigo misma de la frontera y, por consiguiente, del ser-uno-mismo, la identidad o la ipseidad de lo que sea.» [10]
Esta divisibilidad in-extrínseca, esta diferencia irreductible, divide «desde el origen» la relación de un territorio, de un saber, de un concepto, o de un sujeto consigo mismo. No hay fronteras indivisibles así como no hay identidades previas a esas fronteras. No hay yo sin otro, no hay cuerpo sin alma, no hay naturaleza sin cultura, no hay exterior sin interior…. pero no a modo de dos identidades aislables y pre-existentes constituídas en sí mismas y puestas luego en oposición sino como efecto del mismo trazado que, diferenciándolas, sin embargo, las co-instituye a la vez que las destituye; una invaginada en la otra, una a partir de la otra impidiendo la unidad consigo misma de la una o de la otra.
Estrictamente hablando, una frontera nunca es «una». Siempre es bífida, doble sin ser dos. Es lo que separa y une a la vez. Es lo que constituye y destituye, a la vez. Es, desde la pretendida identidad imperturbable, una amenaza originaria. Pero, entonces, no es la frontera misma la que instaura violencia contra una identidad previamente instituida. Lo que instaura violencia, en todo caso, es su borradura como evitación de lo otro, como exclusión de lo otro a favor de una supuesta identidad previa.
Ningún saber, ninguna identidad precede a la diferencia. Toda identidad es así, inevitablemente, el trabajo de una perturbación. Ningún saber puede pretender dominar las fronteras que lo trazan como si les fueran propias. Éstas no le pertenecen de manera exclusiva y excluyente. Les son propias tanto como le son ajenas a la vez. Lo instituyen a la vez que amenazan su institución. Es inevitable.
Freud vio claramente ese ámbito intermedio. Sin embargo, hizo pasar las lindes, las fronteras como por fuera del Psicoanálisis sin advertir (o pretendiendo evitar advertir) que el trazado de la frontera —línea por siempre bífida—es lo que instituye un saber (un país, un sujeto… la identidad o la ipseidad que sea…—exponiéndolo, consecuente e inevitablemente, a lo otro, abierto a lo otro, amenazado por lo otro, co-instituido por lo otro, destituido por lo otro: lo otro del otro y no lo otro respecto de algún posible si mismo.
Estrictamente hablando, una frontera nunca es “una”. Siempre es bífida, doble sin ser dos. Es lo que separa y une a la vez. Es lo que constituye y destituye, a la vez. Es, desde la pretendida identidad imperturbable, una amenaza originaria. Pero, entonces, no es la frontera misma la que instaura violencia contra una identidad previamente instituida. Lo que instaura violencia, en todo caso, es su borradura como evitación de lo otro, como exclusión de lo otro a favor de una supuesta identidad previa. […] Ningún saber puede pretender dominar las fronteras que lo trazan como si les fueran propias. Éstas no le pertenecen de manera exclusiva y excluyente.
Pensemos geográficamente y reparemos en lo que implica la arquitectura de un marco teórico. Las fronteras no pasan por fuera de un lugar, un territorio ya previamente constituido. Las fronteras —como una pared— constituyen un lugar a la vez que lo exponen. Constituyen ese lugar, ese saber, ese hacer, a la vez que lo destituyen. Las fronteras, las lindes, los bordes, sin ser ellas mismas ni externas ni externas, siendo ambas a la vez, trazan el adentro y el afuera a partir de los cuales un saber vendrá a constituirse y a destituirse simultáneamente. Espacialmente, ¿es acaso posible pensar que la interioridad de un cuarto precede a la pared que lo construye? Es claramente imposible. Es a partir de la pared que existe un adentro pero, justamente, por ello mismo, es que ese «adentro» está, es inevitablemente bordeado, expuesto, amenazado por el «afuera que la misma pared co-instituye bordeándolo y desbordándolo a la vez. Interior y exterior no son dos espacios factibles de ser aislados, separados y opuestos. Interior y exterior son co-instituidos y, por ello mismo, destituidos a partir de la diferencia —la pared—. Aunque repugne a nuestro pensar y a nuestra lógica de la identidad y la unidad, la diferencia (que nunca es una) es originaria, es primera, siendo este origen, por siempre, bífido, ya dividido, no simple. Más radicalmente, un origen no originario, estrictamente hablando.
Desde esta arquitectura diferencial, toda identidad —sea la de un saber, un país, un sujeto o lo que sea— «alberga», «porta», «lleva» esa diferencia como un pliegue, una traza, una invaginación. La diferencia, constituyéndola la perturba a la vez e inevitablemente. Como señala Gilles Deleuze, otro pensador de la diferencia, «si hasta aquí hemos pensado la diferencia desde la identidad, de lo que se trata ahora es de pensar la identidad desde la diferencia.» [11]
Trazando líneas entre la Medicina y la Filosofía Freud dio marco, a la vez que desmarcó, a lo que entonces se instituiría —evitaciones mediante— como «el» Psicoanálisis y del cual sería «representante único», al decir del propio Freud. Enmarcando y desmarcándose, Freud creyó dejar por fuera del marco del Psicoanálisis a la Medicina y a la Filosofía —las inevitaciones del Psicoanálisis— para dominar así la propiedad de sus fronteras y ser su custodio. Sin embargo, ese «fuera de marco» no ha hecho más que retornar al Psicoanálisis. Desde el origen lo ha constituido a la vez que lo ha perturbado. Aún lo hace. Y si estamos aquí reunidos es porque sus efectos todavía nos alcanzan y seguirán alcanzándolos. La previsible mutua evitación siempre será in-evitable. Mas evitándonos mutuamente no haremos más que in(e)vitarnos. Afortunadamente.
Para los wayuu el mundo está lleno de seres atentos al universo, algunos son humanos y otros no. La noción de personas en el cristianismo, el judaísmo y otras religiones de occidente ubican a los humanos como los seres centrales del universo. ¿Cuál es la riqueza de una cultura sin esa jerarquía?
“Desde diosas hasta reinas, de cortesanas hasta científicas, de actrices hasta santas, desde escritoras hasta políticas… hemos estado en todas partes, aunque un manto de silencio se empeñara en cubrirnos o ignorarnos”. Julia Navarro.
Misophonia, a neurological disorder, can profoundly impact social relationships. It causes extreme sensitivity to certain sounds, leading affected individuals to react with irritation. This creates confusion and tension in the surrounding atmosphere.
El uso de las redes sociales contribuyó al aumento de la ansiedad y depresión en la Generación Z, provocando efectos que perturban su bienestar emocional. Sin embargo, los jóvenes pueden desarrollar narrativas más saludables sobre sí mismos.
SUSCRIBIRSE A LA REVISTA
Gracias por visitar Letra Urbana. Si desea comunicarse con nosotros puede hacerlo enviando un mail a contacto@letraurbana.com o completar el formulario.
DÉJANOS UN MENSAJE
Imagen bloqueada