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Edición
39

La escucha trágica del suicidio adolescente

San Pablo
Por qué las estadísticas y estrategias actuales son insuficientes para abordar un tema tan difícil.
Annie Spratt

Muchos son los caminos y tantas son las formas por las cuales alguien pone fin a su propia vida de manera siempre tan única. Así mismo, el tema suele ser abordado con números. En Brasil hay un crecimiento del 29,5% entre 1980 y 2006, siendo la franja más afectada los mayores de 70 años y los jóvenes entre 15 y 24 años, la región sur del país -con el 9,3% de aumento; rango en el que se volvió la segunda causa de muerte.

Los hombres prefieren armas de fuego, las mujeres envenenamiento. Los datos así nos hacen pensar en la existencia de una especie de perfil o grupo de riesgo, que podría estar compuesto por rasgos como: depresión, presencia de ideas suicidas o intentos anteriores, comportamientos de riesgo -como consumo de alcohol y drogas-, automutilación, situación de inminencia de muerte o sufrimiento extremo. Entonces, el siguiente paso sería detectar tales rasgos e intervenir en el proceso para impedir el aumento de las estadísticas y proteger a nuestros adolescentes.

La percepción de riesgo, general o individual, debe estar siempre acompañada de estrategias prácticas rápidas y accesibles: psicoterapia, antidepresivos, intervenciones en grupos y campañas de esclarecimiento. La Organización Mundial de la Salud, en su reciente publicación sobre la situación global de la salud mental, señaló al suicidio como una de sus tres prioridades.

Un metaanálisis reciente de los últimos cuarenta años de investigaciones sobre el suicidio en los Estados Unidos trajo a la luz un dato simple y desconcertante: ninguno de los factores de riesgo para el suicidio es realmente predictivo para anticipar el acto real.

No podemos ignorar este panorama o despreciar esta estrategia de pensamiento, pero esto contiene una serie preocupante de equívocos. Hay una distancia exasperante entre políticas públicas, y su racionalidad en escala de masa, y el enfrentamiento real del problema por las personas comunes. La realidad puede ser mucho más disparatada cuando la miramos de cerca.

Un metaanálisis reciente de los últimos cuarenta años de investigaciones sobre el suicidio en los Estados Unidos trajo a la luz un dato simple y desconcertante: ninguno de los factores de riesgo para el suicidio es realmente predictivo para anticipar el acto real. De las medidas prácticas adoptadas para evitarlo las más efectivas son las más ridículamente genéricas, tales como evitar armas de fuego y medicamentos peligrosos en casa o entrenar porteros de lugares preferidos por los suicidas -como el puente Golden Gate en San Francisco. Esto ocurre porque el razonamiento estadístico poblacional nos lleva a pensar las cosas de atrás para adelante, o sea, después del acto consumado revisamos el recorrido y encontramos una depresión aquí, un pedido de ayuda allí, una situación de riesgo ignorada y así sucesivamente.

Si pensamos de modo retrospectivo es muy fácil dejar de atribuir a alguien alguno de los 300 tipos de diagnósticos disponibles en el Manual Diagnóstico y Estadístico. En un rastreo de este tipo, se estima que entre el 5 y el 10% de la población escaparía a la normalidad. Las inferencias sobre la población traen otros inconvenientes. Estimula el miedo y la incertidumbre del lado de los que cuidan, ofrece la perspectiva del contagio – suicidio #metoo- que puede ser la pluma de Anubis, para los que están considerando el asunto o tomando coraje. Un efecto similar a lo que se intuye en juegos como La Ballena Azul, series como 13 Reasons Why y en los recientes clubes de suicidio que se extienden por Internet.

En la mitología egipcia Anubis, cabeza de chacal, conducía el acontecimiento donde se pesaba el corazón de los muertos. Cuando había empate,  Toth, el inventor de la escritura, podía tomar una pluma de su propia cola y la depositaba en el plato de la vida eterna. Muchas veces nos ponemos en la situación de juzgar nuestro propio destino y en la adolescencia esa es una travesía casi obligatoria. En esta hora la palabra del otro, o su ausencia, será decisiva. El principal factor de protección en el caso del suicidio es fácil de apuntar y difícil de practicar: la escucha singular de esa persona. La escucha del sufrimiento es el tratamiento espontáneo, natural y social, que disponemos para enfrentar el suicidio. El sufrimiento mal tratado evoluciona a síntomas y cuando los síntomas no bastan para separarnos de la angustia, estamos tentados de pasar al acto. Cuando esto sucede, la balanza de Toth es invertida y somos tomados por la certeza, por el impulso, por la convicción, de que huir del dolor es realmente mejor que buscar otros caminos. Esto no significa que huir del dolor sea una cobardía moral o una afrenta a la vida colectiva, vivida como valor, así defendida por tantas formas de religiosidad.

Dos situaciones parecen ser favorables al suicidio: cuando retiramos la condición de pertenencia comunitaria de alguien, o cuando se acentúan demasiado los despropósitos de una vida institucional, demasiado orientada hacia el éxito.

Hay también otro dato disparatado: las personas con fuertes creencias religiosas son más vulnerables al suicidio que los ateos convictos. Tal vez eso suceda porque el suicidio, así como la depresión, está menos ligado a la falta de creencia, optimismo o confianza en un futuro mejor que por la certeza necesaria para el acto. La capacidad de mantenerse en estado de incertidumbre parece ser un factor decisivo. Esta capacidad aumenta cuando estamos con el otro, cuando hablamos y cuando nos sentimos escuchados. El ser escuchado es lo opuesto de ser adoctrinado, convencido o coaccionado a pensar de una manera u otra. Por eso el aislamiento es un peligro y la experiencia de compartir una protección. Por eso también la soledad es un riesgo y poder disfrutar estar solo una necesidad.

Dos situaciones parecen ser favorables al suicidio: cuando retiramos la condición de pertenencia comunitaria de alguien, o cuando se acentúan demasiado los despropósitos de una vida institucional, demasiado orientada hacia el éxito[1]. En la adolescencia estas dos condiciones parecen entrar en trágica conjunción porque hay que salir de la comunidad familiar, donde somos asfixiantemente insubstituibles y entrar en el inhóspito universo institucional, donde aprendemos a ser impersonalmente comparados, medidos y cambiados por otros.

Desde los románticos del siglo XIX, marcamos el paso de niño a adulto con imágenes como la de la tormenta y el trueno -Sturm und Drang, la combinación entre la atmósfera que se entraña en el alma envolviéndonos por todos lados, y el rayo que congela un instante imprevisible. Conjunción entre una imagen de Turner o Hopper, captando el tiempo largo de la espera, del clima y del humor, combinada con la pintura cortante de Munch, sobre el instante eterno con su incomunicación abismal.

Cualquier profesional que haya intentado escuchar a alguien de quince o veinte años usando expresiones como «la juventud», «hoy en día» y «adolescentes» -en plural- debería volver a la casilla número cero del banco inmobiliario de los psicoanalistas, y sólo salir de allí cuando tire un par de seis.

Queremos detectar trayectorias y diagnosticar mentes suicidas porque así imaginamos que podemos actuar y modificar el destino. De cierta manera eso vacía la potencia de reconocimiento de las historias singulares que no quieren ser incluidas en trayectorias típicas y juventudes equivocadas. En la adolescencia nos damos cuenta de que cada vida es única y al mismo tiempo repite un sistema de errores que nos precedió. Por eso su sufrimiento parece nunca ser escuchado, jamás compartido en su dimensión solitaria.

La tragedia es un género teatral de la antigüedad, un dispositivo político para abordar el malestar social y la matriz clínica de los tratamientos por la palabra. Recordemos que el psicoanálisis comenzó con el método catártico, siendo la catarsis este concepto de Aristóteles que describía la mutación de los afectos ocurrida en el interior de la puesta en escena pública de las tragedias. Narrar, compartir y reconocer son las condiciones de una escucha trágica. Ellas no son compatibles con grandes sistemas de procedimientos anónimos, institucionales e impersonales. En la escucha trágica no buscamos culpables ni razones explicativas, pero reconocemos humildemente que la vida supera en mucho nuestro deseo de controlar el destino. En ella, no juzgamos una vida de atrás hacia adelante, sino que acompañamos una decisión abierta hacia un destino aún no todo escrito, para bien o para mal.

 

Traducción: Carina Rodriguez Sciutto

 

 

Notas:
[1] Los suicidios en situación de alta competencia y desempeño pueden ser ejemplificados por los funcionarios públicos franceses que se suicidaron en el trabajo durante la crisis de despidos en 2008. Los suicidios por pérdida de pertenencia son ejemplificados por el incremento de tasas entre comunidades indígenas que pierden sus territorios de referencia.

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