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La Biblioteca de Hans y Lilly Ungar: Una casa construida alrededor de una biblioteca

Bogotá
El legado de los Ungar a Colombia trasciende lo que conservaron de su Austria natal. Los libros de Thomas Mann y Arthur Schnitzler que trajeron sembraron la semilla de su extensa biblioteca personal y también el cimiento de su hogar.


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«Hágame una casa alrededor de una biblioteca», fue la condición que Hans Ungar le puso al Arq. Fernando Martínez Sanabria, considerado, junto con Rogelio Salmona, pionero del cambio en la arquitectura en Colombia.

Corría el año de 1960 y, para entonces, Ungar era reconocido ya como uno de los grandes intelectuales de su época. Melómano y apasionado por los libros, él y su esposa, Lilly Bleier, eran dueños de la Librería Central y la Galería El Callejón, punto de encuentro de la intelectualidad colombiana, visitada por Álvaro Mutis y Gabo en su época de universitarios, y desde cuyas paredes el público bogotano pudo apreciar por primera vez las obras de reconocidos artistas como Enrique Grau, Fernando Botero, Alejandro Obregón, Felizza Burstein, Olga y Jim Amaral, Leopoldo Richter y Ómar Rayo.  (Ver https://rb.gy/fylvn)

Originario de España, Fernando “el Chuli” Martínez fue, además de arquitecto, uno de los grandes clientes de la Central.

– Lo que yo quiero es una biblioteca. Allá tú si quieres hacerle una casa alrededor – le propuso Ungar.

La única otra condición que recibió el arquitecto fue que el acabado de la fachada se realizara en pañete y pintura blanca. Los Ungar querían que la fachada de la casa tuviera una apariencia vernácula, similar a las casas urbanas de la Europa Central.

El resultado fue sorprendente. En los años sesenta, Bogotá había crecido y se había extendido hacia los Cerros Orientales poblando las montañas, de modo que la casa quedaba en las afueras de la ciudad. Martínez aprovechó el desnivel de la montaña para crear una fachada que sube y baja como si fuera una extensión natural de los cerros, logrando una construcción bellamente adaptada a su entorno.  Al interior, espacios por niveles otorgan el dominio visual hacia el paisaje de La Sabana Bogotana y hacia el jardín privado.

Ubicada en el barrio Los Nogales, la Casa Ungar ha sido objeto de estudio y en 1996 fue declarada bien de conservación arquitectónica. Es probable que su diseño estuviera basado en el concepto Raumplan de Adolf Loos, que adjudicaba a cada una de las habitaciones y espacios una importancia distinta según su función. La biblioteca ocupa la mayor área dentro de la vivienda y es el único espacio que va desde la calle hasta el jardín posterior. Es, además, un ámbito contenido en sí mismo cuya actividad se dispersó, con el paso del tiempo, por toda la casa. La vivienda se cierra a la calle mientras se abre al jardín. Esta dualidad permite articular los diferentes espacios de la casa creando una continuidad espacial en torno a la biblioteca, conservando cada espacio su individualidad.

Cuando llegó a Colombia, Hans Ungar llevaba en su maleta únicamente dos libros: uno de Arthur Schnitzler y otro de Thomas Mann. En los primeros tiempos en Colombia esos dos libros fueron, prácticamente sus únicas lecturas, aparte de publicaciones que de vez en cuando le prestaban los amigos.  ¿Quién podría imaginar que, con el paso de los años, llegaría a tener una colección de más de 26 mil volúmenes?

En junio de 1939, poco después del Anschluss, la policía nazi había arrestado en Viena a su hermano mayor, Fritz, a causa de su origen judío. Comprendiendo la urgencia de la salida de Hans de Austria, en menos de una semana sus padres, Paul Ungar y Alice Kramer, lo embarcaron rumbo a América, confiando en poder seguirlo. Ellos se quedaron en Europa, esperando la excarcelación de Fritz. Pero él murió en un campo de concentración y cuando Hans consiguió los recursos para tramitar las visas para sus padres, el entonces canciller Luis López de Mesa se las negó, y acabaron corriendo la misma suerte que su hijo mayor.

En 1938, las opciones de inmigración para una familia judía eran muy limitadas y Colombia no encabezaba esta lista. De los aproximadamente 130 mil judíos que llegaron a América Latina entre 1933 y 1945 apenas unos 6 mil se establecieron en este país. Aunque Ungar nunca contó muchos detalles, al parecer, según narra su hija Elisabeth, la elección de éste como país de exilio fue obra del azar y de las circunstancias: cuando llegó a pedir la visa, Hans se encontró con una cola gigantesca. Pensó que era inútil esperar y decidió irse. En ese momento, salido de quién sabe dónde, un militar lo agarró por la espalda y lo fue arrastrando hasta ponerlo a la cabeza de la fila. Al parecer ese militar había sido compañero de su hermano en el ejército.

La colección alberga libros raros y curiosos, apreciados por los bibliófilos, incluyendo primeras ediciones, mapas antiguos y Libros con encuadernaciones especiales. Se destaca una edición de 1929 de  El príncipe, de Maquiavelo, con prólogo de Mussolini.

Durante la larga travesía aprendió algo de español, confiando en que, sumado a su dominio del inglés, el francés y el alemán, le abriría alguna puerta en su nuevo destino. Llegó a Puerto Colombia un día de mediados de julio de 1938 y se embarcó en un vapor que lo llevó hasta Honda, en las riberas del Río Magdalena, donde tomó el tren que, silbando entre bosques de eucalipto, lo llevó a la capital colombiana. El recuerdo de los caimanes asoleándose en los playones y del calor turbio y pegajoso de la travesía lo acompañó a lo largo de su vida.

Al poco tiempo de su llegada, Hans consiguió trabajo en una lujosa peletería, el Salón de Modas A. J. Alexandor, situada a unos pocos pasos del Pasaje Santa Fe y perteneciente a un inmigrante británico, Douglas Hubard. Todos los días, al salir de su trabajo, Ungar pasaba frente a la Librería Central, un minúsculo paraíso bibliófilo donde además podía hablar en su lengua  materna.

Su esposa, Lilly Bleier, nació también en Viena en 1921. Huyó de la guerra con 25 dólares en el bolsillo, el máximo que les permitían sacar y llegó a Medellín con su padre y su hermana melliza, Gerti. Su hermano Raoul había llegado un año antes a visitar a un amigo de su colegio, pero le sorprendió la guerra y se quedó. Fue él quien les mandó las visas con que pudieron salir. Su familia escapó de Europa a través de Holanda.

Es casi legendaria la anécdota de cómo Lilly, a quien en familia llamaban cariñosamente Gigi, consiguió su primer empleo en el país: cuando Carlos Echavarría, gerente de Coltejer-Fabricato le preguntó qué sabía hacer, y ella le respondió: «Hice bachillerato, no más, pero me siento capaz de todo… Si me ponen a manejar un avión, aprendo».

Tenía 18 años y aún no dominaba el español. Después de ocho años con la firma, decidió acompañar a Hans en la Librería Central. Carismática, en torno a su escritorio se reunían intelectuales, políticos, periodistas, escritores, catedráticos universitarios y lectores ocasionales para hablar de sus vidas y, por supuesto, de literatura. De estas tertulias surgió, quizás, la costumbre del tinto en la librería, “como un reflejo de entender la librería no solamente como un negocio, sino como un espacio de encuentro, de diálogo”, recuerda Elisabeth.

Los inmigrantes austríacos que llegaron a Colombia preservaron algunas de sus pasiones y costumbres europeas, como la tradición de las tertulias literarias. Con frecuencia organizaban veladas musicales en los teatros capitalinos o en residencias privadas. Es probable que en alguna de estas veladas Hans Ungar conociera al bibliófilo Bernardo Mendel, quien llegó a ser una de sus influencias más importantes para formar su colección de libros.  Reconocido filántropo moderno, de origen austriaco y judío no practicante también, Mendel comenzó desde muy joven una colección que llegó a contar con más de treinta mil volúmenes, incluyendo manuscritos e impresos de enorme valor, que donó a la Universidad de Indiana y hoy forman parte ahí de la Lilly Library.

En 1946, al morir Paul Wolff, propietario de la Librería Central, su viuda Helena ofreció a Ungar hacerse cargo del negocio. Como Ungar no contaba con recursos, ella le propuso administrar la librería e ir pagándola con parte de su salario. Ungar aceptó, logrando saldar la deuda en un tiempo récord de dos años.

 

 

A partir de ese momento, Hans Ungar pudo dedicarse con seriedad a coleccionar la que llegaría a ser una impresionante y vasta biblioteca personal con más de 26 mil volúmenes. A aquellos Thomas Mann y Schnitzler que trajo de Austria se fueron sumando ejemplares, uno a uno, libro por libro, del mismo modo que – como él mismo decía – una casa se va edificando ladrillo a ladrillo. Aunque nunca adquirió bibliotecas completas, acumuló rápidamente una enorme cantidad de libros. Podía distinguir los verdaderamente valiosos y fue un experto en campos como el grabado en madera, los libros de viajeros y de naturalistas. Mostraba con orgullo los 57 tomos de la revista Le Tour du Monde (1860-1914), y los delicados dibujos del Journal of a Residence and Travels in Colombia, during the Years of 1823 and 1824, de Charles Stuart Cochrane.

Elisabeth aún recuerda las cajas y cajas de libros que su padre traía a casa, en cantidades que llegaron a ser alarmantes.  Como era inevitable, los libros fueron desbordando los anaqueles y hubo que acondicionar primero un cuarto, después un pasillo, luego la buhardilla y, al final, resignarse a compartir la casa entera con los huéspedes de papel.

En la colección predominan los textos de filosofía, historia y literatura, principalmente en alemán, su lengua materna y un gran número de libros en inglés, pero también en francés y español, y algunas ediciones en italiano, portugués, griego y latín. Tiene, entre muchas otras reliquias, dos libros de 1492: Las cartas del Papa Pío II de 1458 a 1464 y La vida de los Césares, del escritor romano Suetonio, además de algunos manuscritos y una valiosa colección de incunables.

Abundan los libros raros y curiosos, una debilidad de los bibliófilos:  primeras ediciones, facsímiles, mapas antiguos, ediciones con grabados, autógrafos de diversos personajes históricos, libros con tapas en seda o en cuero y volúmenes con procedencia ilustre, v.gr. El príncipe de Maquiavelo en una edición francesa, numerada, de 1929, de Helleut y Sergente que se destaca por su diseño y con un prólogo desconocido del dictador italiano Benito Mussolini.

Encontramos materiales variados que van desde una modesta edición de La masacre de las bananeras de Jorge Eliécer Gaitán (1928), los tres invaluables tomos de The Greville Memoirs de Charles Cavendish Fulke Greville sobre la reina Victoria (1887), hasta una primera edición de los Pensées sur la religión, de Blaise Pascal, impresa en París en 1670.

Hay series completas no sólo de autores, temas y épocas, sino también de casas editoriales y editores – si le interesaba un autor, trataba de adquirir la totalidad —o al menos lo más representativo— de su obra.

Tal vez sin pretenderlo, Ungar formó la primera biblioteca de obras eróticas en Colombia. Entre los textos ilustrados, que son parte fundamental de la colección, se destacan los eróticos que, en aquella época, eran ediciones caras, de circulación y venta al público restringidas. Como ejemplos encontramos Die Erotik in der Französische Karikatur (El erotismo en la caricatura francesa, 1909), de John-Grand Carteret, y Geschichte der Kunst (Historia del arte erótico, 1911), de Eduard Fuchs. Los hay también sin ilustraciones, como Erotika Biblion, de Honore-Gabriel de Riqueti, conde de Mirabeau famoso personaje de la Revolución Francesa, encarcelado por adulterio en 1778. Sin más lectura que la Biblia, se propuso interpretar los capítulos del libro sagrado en donde hubiera escenas de sexo, sin importar el tipo de relaciones expuestas, comentando las “perversiones” de la Biblia — incesto, onanismo, zoofilia, etc. —, poniéndolas en diálogo con acontecimientos políticos de su época.

Entre un sorprendente cúmulo de revistas sobresale Verve, fundada en 1937 por el editor griego Efstratios Elefteriades, y considerada una revista de culto; artistas como Pablo Picasso, Henri Matisse o Marc Chagall diseñaron las cubiertas y gran parte del material interior.

Aunque nunca tuvo una clasificación formal, Ungar organizó su biblioteca en base a un sistema sencillo de planos superpuestos. El primero es una vista cenital de la biblioteca con cada tramo identificado con letras: A, B, C y D. El segundo es una vista frontal de las repisas, donde los cajones están marcados con un número: A1, A2, A3, A4, etc. De ese modo, uno puede ubicar cualquier libro con facilidad – basta mirar el fichero donde indica la repisa y el estante en que se encuentra.

A aquellos Thomas Mann y Schnitzler que trajo de Austria se fueron sumando ejemplares, uno a uno, libro por libro, del mismo modo que – como él mismo decía – una casa se va edificando ladrillo a ladrillo.

La creación y desarrollo de esta colección no hubiera sido posible sin la presencia y apoyo constantes de Lilly. De temperamentos e ideas tan distintas, se acompañaron y complementaron a lo largo de más de 70 años en esta aventura. Tras la muerte de Hans, ella continuó al frente de la Librería Central hasta su reciente partida, el pasado mes de enero, a los 102 años. Hasta antes de la pandemia, solía abrir y cerrar el local todos los días y dirigía la Central desde su escritorio, con la misma pasión y energía, atenta a cada detalle. “Para nosotros la librería no es un negocio. Es nuestra vida” – decía.

Tuve la oportunidad de conocer a Doña Lilly y visitar esta encantadora casa/biblioteca en el 2017. El lugar se mantenía intacto, como honrando la memoria de Hans. Aún domina el espacio la poltrona donde se sentaba para hojear catálogos, fumar pipa, escuchar ópera y acariciar a su perro Lumpi.

Hablando de Hans Ungar y su biblioteca Mario Jursich Durán decía: “El acto de coleccionar tiene una función compensatoria parecida a la de escribir: es la búsqueda de un sentido perdido, que a veces también puede ser un paraíso perdido. (…)  En estos libros, Ungar seguramente encontró un resguardo y una respuesta contra las turbulencias de la vida; aquí con seguridad descubrió un bálsamo para la locura del mundo y aquí —de eso no tengo la menor duda— vivió mil horas felices (…) para Ungar, conformar una biblioteca fue su salvación, no menos que su paraíso”.

En palabras de Elisabeth para despedir a su mamá, “hoy Gigi y Hans – dondequiera que estén, deben estar conversando sobre nuevos proyectos, nuevas exposiciones, a qué artistas o a qué escritor apoyar, qué libros comprar, a quién invitar a su casa a almorzar, brindarle un tinto. Pero, sobre todo, deben estar felices de reencontrarse y, más que todo, de vernos en su librería”.

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