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Edición
07

Humano demasiado humano Friedrich Nietzsche

Niza
El prefacio de Humano demasiado humano escrito en 1886, revela que el padecimiento del hombre solo cambia de contexto y se sirve de los nuevos medios a su merced. La erupción de autodeterminación, de autovaloración, la voluntad de libre albedrío puede tornarse una salvaje tentativa por la que el hombre desasido se empeñe en demostrarse su dominio sobre las cosas. Vaga cruelmente con una avidez insatisfecha; lo que apresa debe expiar la peligrosa excitación de su orgullo…En el trasfondo de su trajín y vagabundeo -pues está intranquilo y sin norte que le oriente, como en un desierto- está el interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa.

Prefacio 1
Harto a menudo, y siempre con gran extrañeza, se me ha señalado que hay algo común y característico en todos mis escritos, desde el Nacimiento de la tragedia hasta el último publicado, Preludios a una filosofía del porvenir: todos ellos contienen, se me ha dicho, lazos y redes para pájaros incautos y casi una constante e inadvertida incitación a la subversión de valoraciones habituales y caros hábitos.

¿Cómo? ¿Todo es sólo… humano, demasiado humano? Con este suspiro se sale de mis escritos, no sin una especie de horror y desconfianza incluso hacia la moral, más aún, no mal dispuesto y animado a ser por una vez el defensor de las peores cosas: ¡como si acaso sólo fuesen las más vituperadas! A mis escritos se les ha llamado escuela de recelo, más aún de desprecio, felizmente también de coraje, aun de temeridad. En realidad, yo mismo no creo que nadie haya nunca escrutado el mundo con tan profundo recelo, y no sólo como ocasional abogado del diablo, sino igualmente, para hablar teológicamente, como enemigo y acusador de Dios; y quien adivina algo de las consecuencias que implica todo recelo profundo, algo de los escalofríos y angustias del asilamiento a los que condena toda incondicional diferencia de enfoque a quien la sostiene, comprenderá también cuántas veces para aliviarme de mí mismo, dijérase para olvidarme de mí mismo por un tiempo, he intentado resguardarme en cualquier parte, en cualquier veneración, enemistad, cientificidad, liviandad o estulticia; también por qué cuando no he encontrado lo que necesitaba he tenido que procurármelo artificiosamente, falseando o inventando (¿y qué otra cosa han hecho siempre los poetas? ¿y para qué, si no, existiría todo el arte del mundo?).

Pero lo que una y otra vez necesitaba más perentoriamente para mi curación y mi restablecimiento era la creencia de que no era el único en ser de este modo, en ver de este modo, una mágica sospecha de afinidad e igualdad de puntos de vista y de deseos, un descansar en la confianza de la amistad, una ceguera a dúo, sin recelo ni interrogantes, un goce en los primeros planos, superficies, lo cercano, vecino, en todo lo que tiene color, piel y apariencia. Quizá pudiera reprochárseme a este respecto no poco «arte«, no poca sutil acuñación falsa: por ejemplo por haber cerrado a sabiendas y voluntariamente los ojos ante la ciega voluntad de moral de Schopenhauer, en una época en que yo era bastante clarividente en materia de moral; también haberme engañado respecto al incurable romanticismo de Richard Wagner, como si fuese un comienzo y no un final; también con respecto a los griegos, y también por lo que a los alemanes y su futuro se refiere, y acaso quedará todavía una larga lista de tales -también-. Más, aun cuando todo esto fuese verdad y se me reprochara con fundamento, ¿qué sabéis vosotros, que podéis saber de cuánta astucia de autoconservación, de cuánta razón y superior precaución contiene tal autoengaño, y cuánta falsía ha todavía menester para poder una y otra vez permitirme el lujo de mí veracidad?… Basta, aún vivo; y la vida no es después de todo una invención de la moral: quiere ilusión, vive de la ilusión…, pero de nuevo vuelvo, ¿no es cierto?, a las andadas, y hago lo que, viejo inmoralista y pajarero, siempre he hecho, y hablo inmoral, extramoralmente, -más allá del bien y del mal-.

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Así pues, una vez en que hube menester, me inventé también los «espíritus libres!, a los que está dedicado este libro entre melancólico y osado con el titulo de Humano demasiado humano, semejantes «espíritus libres» no los hay, no lo habido, pero en aquella ocasión, como he dicho, tenía necesidad de su compañía para que me aliviaran de tantas calamidades (enfermedad, soledad, exilio, acedía, inactividad) como valerosos camaradas y fantasmas con los que uno charla y ríe cuando tiene ganas de charlar y de reír; y a quienes se manda al diablo cuando se ponen pesados; como una compensación por los amigos que me faltaban. No seré yo al menos quien dude de que un día pueda haber semejantes espíritus libres, que nuestra Europa tendrá entre sus hijos de mañana o de pasado mañana tales camaradas alegres e intrépidos, de carne y hueso y no sólo, como en mi caso, como espectros y juego de sombras de solitario. Ya los veo venir, lenta, lentamente, ¿y hago yo acaso algo para acelerar su venida si describo por anticipado bajo qué destinos los veo nacer, por qué caminos venir?

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Cabe presumir que un espíritu en el que el tipo «espíritu libre» ha un día de madurar y llegar a sazón hasta la perfección haya tenido su episodio decisivo en un gran desasimiento y que antes no haya sido más que un espíritu atado y que parecía encadenado para siempre a su rincón y a su columna. ¿Qué es lo que ata más firmemente? ¿Cuáles son las cuerdas casi irrompibles? Entre hombres de una clase elevada y selecta los deberes serán ese respeto propio de la juventud, ese recato y delicadeza ante todo lo de antiguo venerado y digno, esa gratitud hacia el suelo en que crecieron, hacia la mano que les guió, hacia el santuario en que aprendieron a orar; sus momentos supremos serán lo que más firmemente les ate; lo que mas duramente les obligue. Para los hombres de tal suerte encadenados, el gran desasimiento se opera súbitamente, como un terremoto: el alma joven es de repente sacudida, desprendida, arrancada, ella misma no entiende lo que sucede. Un impulso y embate la domina y se apodera de ella imperiosamente; se despiertan una voluntad y un ansia de irse; a cualquier parte, a toda costa; flamea y azoga en todos sus sentidos una vehemente y peligrosa curiosidad por un mundo ignoto. -Antes morir que vivir aquí, así resuenan la voz y la seducción perentorias: ¡y este «aquí«, este -«en casa»- es todo lo que hasta entonces había amado! Un repentino horror y recelo hacia lo que amaba, un relámpago de desprecio hacia lo que para ella significaba «deber«, un afán turbulento arbitrario, impetuoso como un volcán, de peregrinación, de exilio, de extrañamiento, de enfriamiento, de desintoxicación, de congelación, un odio hacia el amor, quizá un paso y una mirada sacrílegos hacia atrás, hacia donde hasta entonces oraba y amaba, quizá un rubor de vergüenza por lo que acaba de hacer, y al mismo tiempo un alborozo por haberlo hecho, un ebrio y exultante estremecimiento interior que delata una victoria -¿una victoria?, ¿sobre qué?, ¿sobre quien?-, una enigmática victoria erizada de interrogantes y problemática, pero la primera victoria al fin y al cabo: de semejantes males y dolores consta la historia del gran desasimiento. Es la mismo tiempo una enfermedad que puede destruir al hombre, esta primera erupción de fuerza y voluntad de autodeterminación, de autovaloración, esta voluntad de libre albedrío: ¡y cuanta enfermedad se expresa en las salvajes tentativas y extravagancias con que el liberado, el desasido, trata en delante de demostrase a sí mismo su dominio sobre las cosas! Vaga cruelmente con una avidez insatisfecha; lo que apresa debe expiar la peligrosa excitación de su orgullo; destruye lo que atrae. Con malévola risa da vuelta a lo que encentra oculto, tapado por cualquier pudor: trata de ver el aspecto de las cosas cuando se las invierte. Es por arbitrio y gusto por el arbitrio por lo que acaso dispensa entonces su favores a lo hasta tal momento desacreditado, por lo que, curioso e indagador, merodea alrededor de los más prohibido. En el trasfondo de su trajín y vagabundeo -pues está intranquilo y sin norte que le oriente, como en un desierto- está el interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa. «¿No es posible subvertir todos los valores?, ¿y es el bien acaso el mal?, ¿y Dios sólo una invención y sutileza del diablo? ¿Es todo acaso en definitiva falso? Y si somos engañados, ¿no somos precisamente por eso también engañadores?, ¿no nos es inevitable ser también engañadores?» Tales pensamientos le conducen y seducen cada vez más lejos, cada vez más extraviadamente. La soledad esa temible diosa y mater saeva cupidinum, le rodea y envuelve, cada vez más amenazadora, más asfixiante, más agobiante; pero ¿quién sabe hoy qué es la soledad?

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Desde esta aislamiento enfermizo, desde el desierto de tales años de tanteo, hay todavía un largo trecho hasta esa enorme y desbordante seguridad y salud que no puede renunciar a la enfermedad misma como medio y anzuelo del conocimiento; hasta esa libertad madura del espíritu que es igualmente autodominio y disciplina del corazón y permite el acceso a muchos y contrapuestos modos de pensar; hasta esa copiosidad y ese refinamiento internos de la sobreabundancia, que excluyen el peligro de que el espíritu, por así decir, se pierda y enamore por sus propios caminos y, embriagado, se quede sentado en cualquier rincón; hasta ese exceso de fuerzas plásticas, curativas, reproductoras y restauradoras, que es precisamente el signo de la gran salud, ese exceso que le da al espíritu el peligroso privilegio de poder vivir en la tentativa y ofrecerse a la aventura: ¡el privilegio de maestría del espíritu libre! Entretanto pueden pasar largos años de convalecencia, años llenos de multicolores mutaciones, a un tiempo dolorosas y encantadoras, dominado y llevados de la rienda por una tenaz voluntad de salud que a menudo osa ya vestirse y travestirse de salud. Hay en esto un estado intermedio, que un hombre de tal destino no recuerda luego sin emoción: le es propia una pálida y tenue luz y dicha solar, un sentimiento de libertad de pájaro, de petulancia de pájaro, algo tercero en que curiosidad y delicado desprecio se han combinado. Un -«espíritu libre«-: esta fría expresión es benéfica en este estado, casi calienta. Se vive ya no en las cadenas de amor y odio, sin sí, sin no, voluntariamente cerca, voluntariamente lejos, de preferencia esquiva, evasiva, elusivamente; presto a escapar, a remontar el vuelo; se está mal acostumbrado, como cualquiera que una vez ha visto por debajo de sí un inmensa cantidad de objetos, y se ha llegado a ser lo opuesto de los que se preocupan por cosas que no les conciernen. En realidad, en adelante al espíritu libre le conciernen exclusivamente cosas -¡y cuantas cosas!- que ya no le preocupan…

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Un paso más en la convalecencia, y el espíritu libre se aproxima de nuevo a la vida, lentamente por cierto, casi recalcitrantemente, casi con desconfianza. De nuevo hace más calor en torno a él, todo se vuelve por así decir, más amarillo; sentimiento y simpatía cobran profundidad, tibios vientos de todas clases soplan sobre él. Casi siente como si los ojos se le abriesen ahora por vez primera a lo próximo. Está maravillado y se sienta en silencio: ¿pero dónde ha estado? ¡Qué cambiadas le parecen estas cosas cercanas y contiguas! ¡Qué lozanía y encanto han adquirido entretanto! Mira atrás agradecido: agradecido por su peregrinaje, por su dureza y autoextrañamiento, por sus miradas a lo lejos y sus vuelos de pájaro por frías alturas. ¡Qué bien que no se ha quedado todo el tiempo «en casa», siempre «consigo», como un holgazán mimado y apático! Estaba fuera de sí: no cabe duda. Sólo ahora se ve a sí mismo, ¡y con qué sorpresas se encuentra! ¡Qué estremecimiento nunca experimentado! ¡Qué dicha en la fatiga, en la antigua enfermedad, en las recaídas del convaleciente! ¡Cómo le gusta sentarse doliente y en silencio, armarse de paciencia, tumbarse al sol! ¿Quién entiende como él de la dicha en invierno, de las máculas solares en el muro? Estos convaleciente y lagartos a medias vueltos a la vida son los animales más agradecidos del mundo, también los más modestos: entre ellos los hay que no dejan pasar un día sin prenderle un pequeño panegírico del dobladillo que le cuelga. Y hablando en serio: es una cura a fondo contra todo pesimismo (la gangrena de los viejos idealistas y héroes de mentira, como es sabido) enfermar a la manera de estos espíritus libres, permanecer enfermo un buen lapso de tiempo y luego recobrar la salud por un período cada vez más largo, quiero decir, volverse «más sano«. Hay sabiduría, sabiduría de la vida, en eso de recetarse a sí mismo por mucho tiempo la salud sólo en pequeñas dosis.

6
Por esa época puede en fin suceder, entre los súbitos destellos de una salud todavía tempestuosa, todavía inestable, que comience a desvelársele al espíritu libre, cada vez más libre, el enigma de ese gran desasimiento que hasta entonces había estado a la espera, oscuro, problemático, casi intangible en su memoria. Si durante mucho tiempo apenas osó preguntarse: «¿por qué tan apartado, tan solo, repudiando todo lo que yo veneraba, repudiando la veneración misma?; ¿por qué esta dureza, este recelo, este odio a las virtudes propias?«, ahora sí se atreve y lo pregunta en voz alta y oye ya algo así como un respuesta. «Debías llegar a ser dueño de ti, dueño también de tus propias virtudes. Antes eran ellas dueñas de ti; pero no deben ser más que tus instrumentos junto a otros instrumentos. Debías adquirir poder sobre tu pro y tu contra y aprender a captar lo perspectivista de toda valoración; la deformación, la distorsión y la aparente teleología de los horizontes y todo lo que pertenece a lo perspectivista; también la porción de estupidez con respecto a valores contrapuestos y toda la merma intelectual en que revierte todo pro y contra. Debías aprender a captar la necesaria injusticia de todo pro y contra, la injusticia como inseparable de la vida, la vida misma como condicionada por lo perspectivista y su injusticia. Debías ante todo ver con tus propios ojos dónde es siempre más grande la injusticia, a saber: allí donde la vida está más mezquina, estrecha, pobre, rudimentariamente desarrollada y no puede sin embargo por menos de tomarse a sí misma como fin y medida de las cosas, y de desmenuzar y, por mor de su conservación, poner subrepticia, mezquina e incesantemente en cuestión lo superior, más grande, más rico; debías ver con tus propios ojos el problema de la jerarquía y cómo crecen juntos hacia lo alto poder, derecho y amplitud de la perspectiva. Debías…»; basta, el espíritu libre sabe de ahora en adelante a qué -debes- ha obedecido, y también lo que ahora puede, lo que ahora por vez primera le es permitido…

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De esta forma se da el espíritu libre respuesta respecto a ese enigma de desasimiento y con ello, generalizando su caso, termina por decidir así sobre su vivencia. «Lo que me ha sucedido -se dice- debe sucederle a todo aquel en el que quiere tomar cuerpo y «venir al mundo» una misión. El secreto poder y necesidad de esta misión operará entre y en sus destinos individuales igual que una gestación inconsciente: mucho antes de que se haya percatado él mismo de esta misión y sepa su nombre. Nuestra determinación dispone de nosotros aunque todavía no la conozcamos; es el futuro el que rige nuestro hoy. Puesto que es del problema de la jerarquía del que nosotros espíritus libres podemos decir que es nuestro problema, sólo ahora, en el mediodía de nuestra vida, comprendemos qué preparativos, rodeos, pruebas, tentativas, disfraces había menester el problema antes de que éste pudiera planteársenos, y cómo primero debíamos experimentar en cuerpo y alma los más múltiples y contradictorios apremios y venturas, como aventureros y circunnavegantes de ese mundo interno que se llama «hombre«, como medidores de lo «superior» y «superpuesto» que se llama igualmente «hombre«, lanzándonos en todas las direcciones, casi sin miedo, sin desdeñar nada, sin perderse nada, saboreándolo todo, depurándolo de lo contingente y, por así decir, cribándolo, hasta que finalmente pudiéramos decir nosotros espíritus libres:  «¡He aquí un problema nuevo¡» ¡He aquí una larga escalera en cuyos peldaños nosotros mismos nos hemos sentado y por ellos ascendido, que nosotros mismos hemos sido alguna vez!  ¡He aquí algo más elevado, algo más profundo, algo por debajo de nosotros, un orden de inmensas dimensiones, un jerarquía que vemos he aquí nuestro problema!».

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Ningún psicólogo ni adivino dudará ni por un momento a qué lugar de la evolución que acabo de describir le corresponde (o en cuál está situado) el presente libro. ¿Pero dónde hay psicólogos? En Francia por supuesto; quizás en Rusia; desde luego, no en Alemania. No faltan razones para que los alemanes de la hora presente puedan tomar esto incluso como un honor: ¡tanto peor para quien en este punto sea por índole y designio antialemán! Este libro alemán, que ha sabido encontrar sus lectores en un vasto círculo de países y pueblos -hace unos diez años que está en circulación- y que debe de entender de alguna música o arte flautistico que incluso a los recalcitrantes oídos extranjeros induce a la escucha, este libro es precisamente en Alemania donde has sido leído más negligentemente, donde peor has sido oído. ¿A qué se debe esto? «Exige demasiado«, se me ha respondido, «se dirige a hombres sin el apremio de groseros deberes, requiere sentidos delicados y refinados, precisa abundancia, abundancia de tiempo, de claridad, de cielo y de corazón, de otium en el sentido más audaz: sin excepción buenas cosas que nosotros alemanes de hoy no tenemos y por tanto tampoco podemos dar«. Tras una respuesta tan amable, mi filosofía me aconseja callar y no hacer más preguntas, máxime si como dice el proverbio, en ciertos caso uno sólo sigue siendo filósofo si calla.

Friedrich Nietzsche
Niza, primavera de 1886

Notas:
Trad. Alfredo Brotons Muñoz
Texto extraido de http://www.nietzscheana.com.ar/

4 Comentarios

  1. Excelente este espacio sobre filosofia y, en general, cultura: magnifico ejemplo de recorder a quienes amamos esta rama del conocimiento, como a quienes podrian interesarse por ampliar su nivel cultural. Felicito a los autores de este blog por este grato y necesario empeno.
    Waldo Gonzalez Lopez
    Poeta, ensayista, critico literario y teatral, periodista cultural.

  2. Agradezco inmensamente este aporte a mi inquietud por abordar el pensamiento de Nietzsche
    Soy médica psiquiatra ,psicoanalista y arteterapeuta, y asimilo estos nutrientes y desafiantes conceptos sobre la escencia de lo humano, para afianzar los en mi profesión, y en mi persona.
    Gracias

  3. Creo que el aporte de Nietzsche están infravalorados por la gran filosofía y también por el ser humano de a pie, el que vive en la filosofiá de lo cotidiano y la cual llama «su vida»; quizá por que en estos tiempos modernos ya se desbanco a la filosofía del lugar privilegiado que solía ocupar antaño o porque al orden imperante no le conviene que el ser humano de a pie, y menos las masas se hagan preguntas y lleguen a conclusiones que la modernidad y la quasi-libertad NO quieren o no pueden cumplir; ya sea bien porque no conocen de la respuesta correcta o es probable que lo que se nos ha dicho acerca de todo cuanto sabemos, ha sido tergiversado por la perspectiva, por ese cristal con el que observamos la realidad en la vida diaria.

  4. Creo que el aporte de Nietzsche están infravalorados por la gran filosofía y también por el ser humano de a pie, el que vive en la filosofiá de lo cotidiano y la cual llama «su vida»; quizá por que en estos tiempos modernos ya se desbanco a la filosofía del lugar privilegiado que solía ocupar antaño o porque al orden imperante no le conviene que el ser humano de a pie, y menos las masas se hagan preguntas y lleguen a conclusiones que la modernidad y la quasi-libertad NO quieren o no pueden cumplir; ya sea bien porque no conocen de la respuesta correcta o es probable que lo que se nos ha dicho acerca de todo cuanto sabemos, ha sido tergiversado por la perspectiva, por ese cristal con el que observamos la realidad en la vida diaria. La vida se vive.

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