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En la actualidad solo dos confidentes forman el círculo allegado de los norteamericanos y, en algunos casos (conjunto que aumentó un 15% desde 1985), las personas han afirmado que ni siquiera tienen amigos y que las relaciones más cercanas con las que cuentan, se reduce al cónyuge.
Por otra parte, la soledad se describe como un síntoma extendido, se instala tanto entre los ancianos como entre los jóvenes estudiantes que habitan las universidades. Según Lynn Smith-Lovin, del departamento de psicología de Duke University, estos datos preocupan porque revelan de modo categórico, que el lazo social se encuentra amenazado. ¿Qué pasa si se pierde el confidente?
Los sujetos contemporáneos parecen perseguidos por la soledad aunque habiten en conjuntos de alta densidad de población y, aunque dispongan de los mayores medios de la historia para permanecer comunicados.
¿De que depende entonces de que pueda establecerse el lazo social? ¿Qué es lo que en esta época se consolida y empuja a una atomización social?
Quizás haya llegado el momento de reconocer las consecuencias de lo que Gilles Lopovetsky ya afirmó hace dos décadas: que el individualismo es un nuevo estado histórico propio de las sociedades democráticas avanzadas y que es lo que definiría esencialmente la era posmoderna.[2]
El individualismo de la posmodernidad convive con valores permisivos, relajados y cómodos, bien opuestos a las estrictas reglas que exigían cumplimiento en la comunidad moderna. Este nuevo estadio de la subjetividad genera nuevas y variadas formas de comportamiento que por cierto, no son sin derivaciones para la vida social.
En los Estados Unidos, las investigaciones actuales y las publicaciones en boga acerca del colapso de la vida en comunidad, insisten en atribuirlo como algo propio de la sociedad americana. Algunas críticas defienden posiciones afirmando que no es cierto que a los americanos los aqueje semejante mal, sino que se trata de un modo más selectivo de relacionarse. Tensión equivoca que puede dimensionarse mejor si sobre ella se opera algún desplazamiento.
¿No es a todas luces visible que lo que cohesiona y enlaza está denigrado en todo occidente? ¿No estamos hoy frente a la caída de lo que en otro tiempo fueron mandatos universales que regulaban las relaciones entre la gente? La puesta en cuestión de los valores y creencias, el lugar del padre en la cultura, las mutaciones que ha sufrido la familia nos dicen acerca de cómo se ha subvertido a escala planetaria lo que tradicionalmente reunía. Y, si bien es cierto que un rasgo local puede colaborar para que ciertos fenómenos se agudicen en ciertas sociedades, no hay que dejar de pensar que la ruptura del lazo social en este nuevo siglo, engloba a todo el sistema.
Quizás se pudiera recontextuar lo ya dicho por G.Bataille cuando se refirió a la comunidad de los que no tienen comunidad.
Los nuevos síntomas que aparecen en cada momento histórico se organizan en función de los ideales que comandan la época.
La flexibilización de la sociedad y el auge de la motivación personal contribuyeron a un cambio que tuvo consecuencias positivas. Atrás han quedado los tiempos donde se imponían reglas uniformes que obligaban a subordinar lo individual a lo colectivo. También son lejanos los modos de padecimiento que provocaba esa subordinación a los mandatos. Comenzó una era donde se afirmaron los derechos y las libertades, se toleraron las diferencias, se relajaron las obligaciones y disminuyeron las exigencias.
Pero, ¿es que esta nueva lógica colectiva eximió a la civilización del malestar?
Los nuevos síntomas sociales que emergieron nos obligan a interrogarnos acerca de cuál es la onerosa cuenta a pagar por las ventajas alcanzadas.
Hay que notar que, al mismo tiempo que las cuestiones se ordenaban ajustándose mejor a los deseos y motivaciones personales, de a poco se fue fijando el ideal de la realización individual. La sociedad se atomiza en función de la suma de minorías que la integra y, tal como queda bien descrito en el campo de las ciencias sociales, emergen las minorías regionales, lingüísticas, étnicas, religiosas y los movimientos alternativos. Los procesos históricos dan cuenta de la utilidad y el avance que estas minorías han hecho posible, por ejemplo, para afirmar derechos que sin duda eran necesarios.
Sin embargo en la esfera privada, no es cierto que ante la multiplicación de las posibilidades de inserción social la gente esté más relacionada. Lo que se segrega de ese modo, reivindica lo individual, las diferencias, a la vez que arroja un saldo de in-diferencia respecto de lo colectivo.
¿Hay que pensar por ello que el individualismo reinante deja que la gente se vuelva asocial? No, de lo que se trata es de un nuevo modo de vínculo.
El ideal que comanda el nuevo modelo reúne a partir de intereses reducidos, hiper personalizados dirá Lipovetsky, respetando la solidaridad del micro grupo.
Sin embargo, cuando de lo que se trata es de consagrarse a lo individual queda abolida la alteridad, se incita a reagruparse con lo idéntico, se sostiene la lógica de lo único.
Puede decirse que una tendencia narcisista caracteriza a la época. Los sujetos de hoy no parecen interesarse por el semejante como alguien distinto de si mismo, se desligan de la diferencia.
La in-diferencia permite alcanzar una satisfacción con lo igual sin confrontar a la incertidumbre de lo heterogéneo y las inevitables preguntas que el encuentro conlleva:
¿Qué quiere el otro de mi? ¿Qué soy para el otro?
En la historia de los hombres siempre ha habido recursos que permitieran suspender los enredos propios que conlleva la relación con los otros. ¿Cuales son las alternativas que se nos ofrece en nuestros días?
Las recientes investigaciones sociológicas citadas al comienzo, sugieren como causa posible para el fenómeno de soledad la cantidad de horas que la gente dedica al trabajo. A la vez se hace referencia a un mayor uso Internet en detrimento de los encuentros personales o las llamadas telefónicas, lo que brinda una sensación de conexión con los demás, pero sin compartir con ellos tiempo real.
Como bien afirma Giorgio Agamben en La comunidad que viene, estamos en la época de pleno dominio de la forma mercancía. Los objetos de la tecnología se inmiscuyen en el encuentro con los otros, algunas veces de la buena manera, otras reemplazando absolutamente ese encuentro. Corremos el riesgo de quedar entrampados en un modo autista, de volvernos aislados, pero no podemos dejar de reconocer que la seducción que el uso de esos gadgets, produce guarda el secreto de una satisfacción.
La tecnología es un buen recurso para mitigar la distancia y la escasez de tiempo. También, para evitar la angustia de tener que responder ante la alteridad del otro, de correr el riesgo de tener que renunciar a algo, de vérselas con lo que es distinto a si mismo y por supuesto es un modo que deja un margen mucho más cómodo para arreglárselas con el malentendido. De allí se explica la paradoja de que cuando más facilitadas están las comunicaciones, mayor puede ser el aislamiento que sufren los sujetos.
En esta in-diferencia, que por un lado excluye las variables de cualquier singularidad y que por el otro evita confrontar con lo que excede y angustia al sujeto, germina el extravío que empuja a la soledad. Ni quienes se responsabilizan por el diseño de las políticas de Estado, así como tampoco los científicos ni los intelectuales pueden desconocer de que esta hecha la subjetividad de la época. El debate que está por venir no se orientará bien sin recoger esta cuestión. Allí se emplaza la brújula que guiará el modo de construir un soporte para lo que en la mutación de la lógica colectiva, se ha vuelto una comunidad sin reciprocidad.
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