La edición de este libro David Helfgott. Discípulo eufórico de Eros, Ed.Letra Viva, Buenos Aires, 2012, requiere una aclaración para el lector. Cuando en el año 2010 publiqué El soportable horror de la música. Ensayos en torno al significante y al cuerpo sonoro, allí planteaba una serie de ensayos que pretendían incursionar en el borde musical de la palabra, un territorio que el psicoanálisis encontró como muy íntimo a su práctica pero muy lejano y resbaladizo de explorar.
Planteaba una serie de ensayos que pretendían incursionar en el borde musical de la palabra…
El objeto de dichos ensayos tuvo el carácter de fenómeno de margen, una zona gris que articula y al mismo tiempo que separa diversos territorios. La música vendría a ser el colmo del lenguaje. La música, no completa al simbólico ni tampoco lo suplementa; es su borde, lo cual lo pone en vecindad con el real, es decir, con lo que es exterior al lenguaje mismo. La música es una manera de decir que incluye aquellos fenómenos que afectan al cuerpo sin que se pueda indicar de qué se trata realmente esa afectación.
Un lenguaje que no se adecua al campo de las representaciones pero que sugiere en muchos casos un aporte del imaginario. No metafórica aunque en la pendiente metonímica, la música no acepta ser capturada por ningún concepto y el libro en alguna medida, su estilo de escritura, tiene algo de vaguedad, de deslizante y de cierta incomodidad si de él se espera una certidumbre. La música, ¿significante o signo? No hay respuesta resolutiva. A la manera de la luz que se dice que no puede decirse plenamente si es de naturaleza ondulatoria o corpuscular, la música a veces se comporta como significante, por sus efectos subjetivantes y desubjetivantes, y otras como signo, por su capacidad de paranoizar al sujeto, es decir, hacerle creer que esa música se dirige hacia él con algún mensaje.
Aquel libro es el antecedente temporal a David Helfgott. Discípulo eufórico de Eros. Viene a ocupar una suerte de “segunda parte” del primero aunque bien puede leerse sin necesidad del antecedente. Separados y juntos a la vez, forman ambos una suerte de unidad descompleta, sin aparente cierre. No se trata de tener la última palabra. En todo caso, ella está en vías de alcanzarse y deberemos tomarnos un tiempo para saber si se escucha.
La manera en la cual habla, la velocidad y la curiosa forma en que engarza las palabras, su capacidad de inventarlas para su uso personal…
La presente monografía de psicoanálisis acerca de la vida de David Helfgott, un eximio pianista que aun hoy se presenta en salas de concierto en varias partes del mundo y con un éxito constante, implicó realizar una investigación de cierto riesgo. Puede haber diversas objeciones que surgirán desde variados horizontes. Sin embargo, la particular forma en la cual este hombre dio que hablar a los críticos, al público en general, a un director de cine, a la prensa, y sobre todo a integrantes de su familia con motivo de sus actos y sus palabras, me invitó a aceptar ese riesgo. Leer y ordenar el cúmulo de material disponible, apegarme a la lectura y cotejamiento de versiones acerca de su vida; la vecindad que se estableció entre lo que se conoce como su vida y una película que se realizó apoyada en algunos puntos de su recorrido personal, una lectura que entrelaza a Freud y Lacan, tomó un curioso sesgo.
¿Qué me llamó la atención acerca de esta personalidad? ¿Se puede hablar de que una película (Claroscuro, Scott Hicks, 1996) funcionó como causa de un arrebatamiento, una especie de apropiación de mi persona? Sin tener trato directo con él, los efectos sobre mí tuvieron por momentos el tono de una captura a la distancia, una exasperación por saber mas y más acerca de las razones por las cuales debió renunciar a tocar el piano a raíz de cierto colapso, lo cual lo condujo inevitablemente a ser un huésped más de los hospicios psiquiátricos. La manera en la cual habla, la velocidad y la curiosa forma en que engarza las palabras, su capacidad de inventarlas para su uso personal, la relación que explicitó en variadas oportunidades acerca de su familia, su padre en particular, la relación transferencial que se estableció con su actual esposa Gillian, los diagnósticos que le llovieron sobre su nombre; una forma de considerar a la música, la cual ella objeta una cierta manera de transmisión, aquella que está mas ligada a la interpretación monodireccional de un padre; el grado de atracción que produce su manera de interpretar al piano frente a un gran auditorio que lo ama literalmente; los debates acerca de si es un eximio pianista o es solamente un pianista que hace piruetas con los dedos, son estas entre otras, la causa que me llevaron a escribir este libro. Recordemos que no por nada el violinista Ivry Gitlys cuando tuvo ocasión de conocerlo y escucharlo tocar dijo: “Este hombre es la personificación de la música”.
Excusa excelente para interrogar qué es la familia para el psicoanálisis…
Escribió el Dr. Leonardo Leibson respecto de este libro en Imago agenda, 2012: “En primer término, nos encontramos con la fabricación del caso, llevada a cabo al modo de un palimpsesto que se va revelando no tanto cuando se quitan las capas –textuales- sino a medida que se van agregando, superponiéndose sin empastarse, y esto por el arte de quien fabrica, armando en lo que resuena lo que se trasluce. Partiendo de un evento transferencial –el encuentro fortuito y arrebatador con una película que interesa y despierta a la investigación de referencias, versiones, documentos, hallazgos-, la construcción del caso se deja llevar hacia los efectos de tensión que se generan entre esos testimonios que van armando algo que es más que una vida. La vida es la de David Helfgott, pianista de origen australiano, judío, brillante desde niño, joven promesa, que en un momento no cualquiera estalla en una crisis que la ciencia psiquiátrica no vacila en rotular como esquizofrénica para ser sometido a los tratamientos habituales – electroshock, fármacos- y que luego de años de reclusión vuelve a la calle y vagabundea hasta encontrarse con un piano y poco después con una mujer que lo toma bajo su cuidado amoroso ayudándolo a que vuelva a los escenarios y cautive, no sin despertar polémicas, a públicos numerosos y arrobados.
“la catástrofe que resulta no poder dejar de hablar”.
Bastaría con esto para que el libro nos tenga por lectores. Pero sólo es el comienzo. La deriva del caso lleva a tomar la pendiente de la familia y sus polémicas. Excusa excelente para interrogar qué es la familia para el psicoanálisis, tema casi tan poco desplegado en el psicoanálisis lacaniano como el de la música. Y, aún, en un giro que a quienes nos interesa en particular el psicoanálisis en tanto abordaje de la locura nos resultará altamente enriquecedor, el libro prosigue con otro tópico poco -y en general insuficientemente tratado por los textos psicoanalíticos: la manía. Abordada no como una categoría psiquiátrica-psicopatológica sino, como se plantea desde el título de este apartado, en tanto es “consustancial con la estructura del lenguaje”. Y que se manifiesta como “la catástrofe que resulta no poder dejar de hablar”. Y desemboca, en un finale energico, en lo que la fábrica de caso habilita: el contrapunto entre David Helfgott, su vinculación con la música y las lenguas, y la elación de l’elangues a partir de una lectura sonora del Finnegans Wake de James Joyce.
El caso de David Helfgott vuelve a mostrar cómo y qué la locura enseña al psicoanálisis. Podemos encontrar allí cómo el trabajo con psicóticos pone en movimiento una manera de considerar al psicoanálisis –con psicóticos, pero no solamente- como un dejarnos tomar por los efectos de un decir, sin renunciar por ello a la posibilidad de encontrarnos con el azar de una lectura que altere lo leído. O de cómo un farfulleo extraño, atravesado por la música, desenrolla un espacio que recupera un sujeto en su modo de decir algo de esa verdad.
Dicen que Astor Piazzolla, no menos músico aunque probablemente no tan loco como Helfgott, decía que tocar su bandoneón, en ocasiones, le permitía “llorar sin lágrimas”. En ese llorar sin lágrimas que podemos acercar al “discurso sin palabras” que Lacan decía preferir para el psicoanálisis, pulsan el misterio y el enigma que la música nos propone, a los que este libro se anima internándose en el bosque del cuerpo sonoro.”
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