Por
Es bastante posible que existan cosas más allá del lenguaje; no lo niego. Pero… ¿Cómo me lo explicas? ¿Cómo me explicas lo que hay más allá del lenguaje?
Seguí, primavera de 20141.
Introducción para la reflexión
En este breve ensayo trato de poner en relación los dos conceptos que aparecen en el título: C(c)ultura y P(p)alabra. Sé que este no es un intento original; no es la primera vez que se hace. Ni será la última. Efectivamente, ambas mantienen una relación bastante bien llevada. ¿Por qué los paréntesis que, por cierto, podrían intercambiarse sin ningún tipo de problema? Porque, desde mi punto de vista, tanto la gran Cultura —con mayúscula— como la pequeña —con minúscula— forman una parte indesligable de nuestras maneras de ser, de cómo fuimos, somos y seremos los seres humanos. Lo mismo ocurre con Palabra y palabra.
Y desde aquí, no pretendo generar ningún tipo de hipótesis o teoría, ni de justificar nada. Solo me hace ilusión que las breves ideas que presento en este escrito puedan sugerir alguna reflexión acerca de eso, de cómo somos estos extraños seres parlantes de dos patas y dos manos —y tal vez algo más— que parecemos ser las humanas y los humanos2.
Pero antes se me hace necesario decir desde dónde hablo, y es desde la Psicología, esa ciencia humana, social, cultural y lingüística que pretende mostrar e interpretar cómo son nuestras conductas; pero también nuestras emociones, razones, sentimientos, deseos y otras cosas de ir por casa. Vana pretensión, por cierto.
Palabras, ¿para qué os quiero?
Casi al mismo tiempo que las y los humanas/os inventamos el lenguaje simbólico3 creamos también las instituciones. Cuando dejamos de ver el sol y vemos al Padre Sol o al Dios Sol, nombrándolos así los creamos, y estamos inventando, por ejemplo, la institución de la familia y la de la religión. Lo mismo cuando dejamos de ver la tierra y la llamamos Madre o Diosa Tierra.
Esto ocurre, según los expertos, hace cuarenta o cincuenta mil años. Antes, unos doscientos mil atrás, ya nos hemos diferenciado del resto de bípedos y llevamos rato haciendo cosas por intuición, que nadie sabe lo que significan. Pero, así es. Hay registros muy antiguos de enterramientos, seguramente rituales, y de utensilios para cazar y alimentarnos. Pero, no es hasta la aparición del lenguaje que empezamos a dar sentido e intención a las cosas de la naturaleza y a las cosas que hacemos, es decir, a darles significado.
Desde una postura muy radical y discutible —como todo lo que digo— me atrevo a afirmar que con las palabras creamos la naturaleza y a nosotras/os mismas/os; es decir, la realidad4. Lo que no se nombra, incluso con una lágrima o una sonrisa, no existe. Y, bajando un peldaño al menos en mi radicalidad lingüística, diré, en todo caso, que con la palabra ponemos orden en el caos magmático que es la realidad. Tal vez no para ella misma, pero sí para nosotras y nosotros. La cuestión aquí es que la realidad ni sabe que es caótica, ni le importa. Ni siquiera sabe que existe.
Volviendo a las instituciones, al igual que el lenguaje pone órdenes, significados y límites a nuestras vidas. La familia, la religión, la escuela, la universidad, los hospitales, el trabajo, las empresas, el gobierno, el parlamento, los sistemas políticos dan solidez a esos órdenes vitales y sociales. Las instituciones aparecen a nuestro servicio, creadas por nosotras y nosotros mismas/os para cuidarnos de un entorno ciertamente agreste y peligroso. Y para durar siempre, como las palabras, que nunca se las lleva el viento, siempre están ahí. ¿Dónde? Lo explico un poquito más tarde.
Y me resulta muy curioso que esas mismas instituciones se vuelven casi enseguida en nuestra contra. ¿Cómo puede ser? Esto no lo explico más tarde porque no lo sé. Pero quizá vuelva para ejemplificar lo que llamo “el robo de la palabra”5. Solo anticipo que, si a través de las palabras damos sentido a nuestras vidas y también solidez a nuestras instituciones, que siempre son culturales, entonces estamos condenadas/os eternamente a seguir reflexionando sobre todo esto. Eternamente no, me desdigo. Dejaremos de hacerlo cuando seamos dioses o máquinas y, consecuentemente, ya lo sepamos todo. Y entonces, ya no necesitaremos las palabras, ya no las amaremos como hacemos ahora; tampoco querremos más a las instituciones, aunque a estas, en muchas ocasiones, las odiemos.
La palabra. Antecedentes míticos.
De acuerdo con los orígenes míticos de la humanidad son los dioses quienes nos otorgan el don de la palabra, el lenguaje. No estoy en condiciones de hacer una afirmación como está basándome en la evidencia ni en la metodología científica, pero sí me doy el permiso de poner algunos ejemplos.
Los textos de la antigüedad hacen referencia al lenguaje. Más o menos: «Al principio era el Verbo. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Juan 1:14, ya en la Biblia, texto sacro de los cristianos y vigente ahora mismo. O en la auto atribución de Yahvhe, ‘Yo Soy’, nombre expresado por la tradición hebrea en la Torá, libro fundamental de la antigüedad judía, y también vigente en nuestros días. Y esto, que es mítico, es siempre verdadero. Es verdadero para quienes lo viven como tal. Y, además, parece ser común a todas las culturas humanas. Por ejemplo, la Maya (Popol Vuh):
Entonces vino la Palabra; vino aquí de los Dominadores, de los poderosos del Cielo, en las tinieblas, en la noche: fue dicha por los Dominadores, los poderosos del Cielo; hablaron: entonces celebraron consejo, entonces pensaron, se comprendieron, unieron sus palabras, sus sabidurías. Entonces se mostraron, meditaron, en el momento del alba; decidieron [construir] al hombre.
O los lugares sagrados de los Muisca en la altiplanicie colombiana, en la laguna de Iguaque, donde, por ilustrar mi afirmación cuento que Bachué y Bochica —madre e hijo que copulan entre ellos dando origen así a la humanidad—, nos vigilan para que rindamos honores a nuestros ancestros mediante ritos que son también lenguaje.
No hablemos de la perdida tradición del Egipto faraónico. O de otras culturas orientales o africanas o neozelandesas.
O sí, mira lo que dicen hace muchísimos años los egipcios:
Construí esta tumba en esta necrópolis, junto a los grandes espíritus que aquí están, para que se pronuncie el nombre de mi padre y el de mi hermano mayor. Un hombre es revivido cuando su nombre es pronunciado.
Inscripción en la tumba de Petosiris, sumo sacerdote de Thot en Hermópolis (cit. en Robledo, 2004, pág. 376).
Cuando algo se dice, el nombre de una persona como en este ejemplo, nunca desaparece.
O déjame recordarte que hace también milenios, en La Ilíada, Paris roba el amor de Helena. Homero da voz a un hecho histórico o no; eso no importa. La palabra del poeta griego llega a nuestros días porque está protegida por los dioses del Olympo. Y esa palabra se encarna en Paris y Helena a través de su amor prohibido. Palabra encarnada y palabra prohibida.
¿Qué es eso llamado cultura?
Para uno de los fundadores de la antropología contemporánea, Sir Edward Burnett Tylor, en un sentido amplio y ya clásico, la cultura “…es ese todo complejo que incluye conocimiento, creencias, arte, moral, leyes, costumbres y otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad” (1958, p. 17). Yo me lo creo, ¿tú también? Pero me falta algo; no sé, algo que me enlace todavía más con lo cotidiano que es, al fin, el terreno en que el común de los mortales nos movemos.
Un cuento de Borges, a quien cito un poco más adelante, una ópera de Mozart, la música de los Rolling Stones, Rayuela de Cortázar, Los Girasoles de Van Gogh, … son Cultura. Y nos atraviesan y sustentan en nuestra racionalidad y en nuestras emociones. Pero también es cultura nuestra interacción con el mesero en un bar, con la vendedora del supermercado o cuando le decimos «te adoro» a nuestra pareja mientras hacemos el amor.
¿Y la Cultura Kitsch? Sí, también merece ser escrita con mayúsculas; esa es, más que ninguna otra, la que configura nuestra auténtica cotidianeidad inundada con palabras como “Compañía, Desazón, Rebeldía, Desengaño, Celos, Ausencia, Deseo, Ilusión, Riesgo, Fidelidad, …” y otras relatadas en la contraportada del increíble volumen Tiempos para planchar8, editado y compilado por Fabián Sanabria y en el que se hacen presentes esos procesos tan humanos y tan escritos con mayúscula que son, déjame decirlo así, esenciales para ser quienes somos.
Y como reivindica también mi querido y admirado filósofo, semiólogo y novelista Umberto Eco en el año 1965 cuando habla de la cultura popular, o sea, la misma que la kitsch diciendo por ejemplo que “… entre el consumidor de poesía de Pound y el consumidor de novela policíaca, no existe, por derecho, diferencia alguna de clase social o nivel intelectual (p. 849).
Derecho, sí. Una de las sagradas instituciones autoconstruidas, como la clase social o el nivel intelectual, lo que no quiere decir que siendo construidas por los humanos no tengan un carácter político de gran peso; al contrario. Necesitaría más tiempo y espacio para explicarme mejor en estos asuntos; pero ahí lo dejo, por ahora.
Y las instituciones se pasan un montón
Ese derecho, esas clases sociales y todas las instituciones a las que ya hace rato que me he venido refiriendo. se pasan un montón, ¿se entiende? Construidas para salvaguardarnos del frío, la oscuridad y los miedos a lo desconocido que hay ahí afuera, afuera de lo social, se vuelven en nuestra contra robándonos lo más sagrado, la palabra, eso que nos entregaron los dioses y que nosotros les devolvimos dándoles carácter de realidad, haciéndoles a ellos dignos de fe y de dogma y, por tanto, de Poder. Y quitándonos nuestro derecho a la palabra las instituciones intentan algo muy cruel: volvernos locos, tras siglos y siglos de lucha por la cordura que no está contenida en nuestras mentes ni en nuestros comportamientos —¡mucho menos en nuestros genes o en nuestras neuronas! —, sino en nuestras emociones, que no es lo mismo ni de lejos.
Cuando somos niños las instituciones nos constriñen y nos roban la palabra por serlo, por ser solo proyectos de personas; y cuando somos adolescentes, por eso mismo, nadie sabe tampoco qué es ser adolescente. Nadie se libra de esas constricciones, tensiones, agravios y abusos ejercidos por sistemas que, curiosamente, hemos creado nosotras y nosotros mismas/os.
jamás —y los intentos no cesan— se ha mostrado el gen o la neurona de la esquizofrenia, el delirio o el de las rarezas. ¿Entonces? Pues entonces es una cuestión de recursos psicosociales y emocionales. Y estos están, precisamente, en las palabras.
Y con dioses, orígenes míticos o el prohibido amor de Paris y Helena hay muchas personas que a través de un curioso continuum lógico —institución escuela, institución familia, institución sistema médico psi, …— son conducidas directamente al oscuro mundo de las drogas psicotrópicas y de la locura; las alejan de su libertad -otorgada también por los dioses- de su derecho a ver y vivir y oír los procesos y las cosas como ellas quieran.
¿Cómo es que eso les pasa a estas personas y no a nosotras/os que somos normales aunque muchas veces vamos de finas y elegantes (quizás eso sea la normalidad…)? ¿Tal vez los raros tienen un gen o una neurona deteriorados y nosotras/os no? Que yo sepa jamás —y los intentos no cesan— se ha mostrado el gen o la neurona de la esquizofrenia, el delirio o el de las rarezas. ¿Entonces? Pues entonces es una cuestión de recursos psicosociales y emocionales. Y estos están, precisamente, en las palabras. Palabras que se insertan —recuerda que hace unos párrafos te he prometido que te diría donde están— en la cultura, así, en pequeñito; también con C mayúscula; no digo que no. En la cultura de la vida cotidiana, de las cosas que hacemos y los procesos que seguimos, y nos siguen, y a los que dotamos, junto al resto de convecinos, de una capacidad intensa de sentido, intención y acción. Con tremendas dificultades en muchas ocasiones, pero en bastantes otras podemos acudir a esos lugares de resistencia que están implícitos en nuestras vidas, en nuestros contextos, usando terminología claramente basada en las Prácticas Narrativas.
Muchas y muchos de nosotras y nosotros somos capaces de hacer explícitos esos implícitos lingüísticos, de traerlos al presente, de compartirlos con los otros, de crear nuevas realidades culturales con las y los demás, que de eso se trata. ¿Cómo es que los locos y los raros no han sido capaces de eso? Simplemente no les han dejado. Sencillamente las instituciones les han absorbido en su demoníaco sistema normativo y curativo que no normaliza ni cura nada de nada. En muchos casos más bien al revés.
Ahora me estoy acordando de una persona rara y loca, Karmina de dieciséis años, quien los pocos ratos que no malvive ingresada y drogada en una institución psiquiátrica, está sola. Sus amigas no quieren salir con ella porque hace y dice “cosas raras”. Ningún chico ni chica se le acerca con intenciones afectivas ni sexuales, a pesar de que es bastante guapa. Nadie la invita a una discoteca o a un botellón; está sola, repito. Y sí, la amistad, el afecto, el sexo, la belleza, las discotecas y los botellones se están institucionalizando de una manera brutal. Cada día más. Cada día más nos dicen cómo hacer amigos, cómo enamorarnos, practicar el sexo, ser guapas y guapos, divertirnos o emborracharnos. ¿Y la soledad?
¿Cómo acercarnos a Karmina y a otras personas como ella; todas esas que están fuera de la cultura con “c” o con “C”, ahora me da igual? Desde luego, estoy convencido de que ninguna conversación acerca de sus rarezas le hará mucho más daño que las drogas o el control institucional absoluto. Es más, no le hará ningún daño. Desde las Prácticas Narrativas, Colaborativas y Dialógicas les acompañamos en sus relatos; ni siquiera es necesario buscar narraciones alternativas o preferidas. Las tomamos de la mano y caminamos a su lado hacia no sabemos dónde con un diálogo ética y estéticamente respetuoso y curioso acerca de exactamente lo que ellas quieran hablar, aunque sus temas no sean los nuestros, ¿qué importa eso?
Algunas y algunos aprendimos hace ya tiempo algo bastante interesante en la práctica de lo psi, alejado de lo común y dominante en los sistemas educativos, de salud mental y otros monstruos institucionales por el estilo; algo que se aleja totalmente de la tecnología de dominación y de destrucción del sí misma de Karmina y personas más o menos como ella. Algo de un gran poeta, Jorge Luis Borges; no de oscuros especialistas en las inextricables interioridades de la mente humana, que no es ni tan oscura ni tan inextricable, ni tan interior. Déjame citarlo:
Borges dice que toda la cultura proviene de un peculiar invento griego: la conversación. De pronto, un grupo de hombres decidieron algo extraño: intercambiar palabras sin rumbo fijo, aceptar las curiosidades y opiniones del otro, aplazar las certezas, admitir las dudas. De ahí proviene todo lo demás.
Juan Villoro10
¿Por qué consideramos que nuestras ideas, experiencias y opiniones de personas normales son mejores que las de otros seres humanos atrapados por el peor de los sistemas institucionales, el psi? ¿Quién nos ha dado ese Poder? ¿Qué sé yo —o tú que estás leyendo esto— acerca de su vida, de su contexto, de su devenir cultural que esa persona no sepa? Desde las Prácticas Colaborativas y Dialógicas nos “mojamos” conversacionalmente con las personas en una especie de «ética relacional» en la que no todo vale, pero sí se puede hablar de todo. Nos acercamos, entonces, con el convencimiento de que la experta en su vida, sea lo que sea que le ocurra, es la propia persona y el eje de la conversación es ella misma. Esto requiere de una fidelidad tremenda, sí; y también de una honestidad que nos permita reencontrar esa(s) palabra(s) que las instituciones mencionadas le han robado. O buscar unas nuevas. ¿Cómo? A través de la conversación. No sabemos hacer otra cosa; nosotras y nosotros no sabemos diagnosticar ni poner etiquetas ni descalificar a diestro y siniestro. Aquí no se trata de rememorar antiguos traumas infantiles o de rebuscar ideas erróneas acerca de la realidad. ¿Qué es eso de la “realidad”? ¿Son más reales nuestras emociones, ideas, imaginaciones, ilusiones, esperanzas, que las voces, por ejemplo, que escuchan las personas atrapadas en las instituciones psi?
Siguiendo al psicoterapeuta noruego Tom Andersen11 la palabra es sagrada, y lo sagrado no se puede zanjar o ningunear. Tal vez en esa palabra libre, en ese diálogo sobre sus propios intereses, no acerca de los nuestros, encontremos, hagamos explicito con Karmina, lo implícito en su propia narración de vida. Es posible que en ese acompañar sin condiciones co-encontremos nuevas posibilidades, nuevas narrativas, nuevas historias de sí misma que le den, al menos, un poco de sentido, intención y acción. Lamentablemente no tengo ocasión de hacerlo. Cuando la conozco es en una reunión de la asociación de familiares de enfermos mentales de mi pueblo; ella ya está atrapada por el tiránico aparato psi. Y yo, cobardemente, no puedo hacer nada para sacarla de ahí. Mis recursos no son suficientes. Y tampoco aceptables para el propio sistema, tan ufano, engreído y orgulloso de sí mismo.
Para ir terminando
Palabra y cultura son, en definitiva, lo mismo. Las primigenias conversaciones de los dioses mediante las que decidieron crearnos para poder ser a su vez creados por nosotros tienen sentido. Y, además, palabra y cultura son infinitas. Hay muchas, muchas, muchas palabras y la cultura es muy, muy, muy grande. Es posible que alguien piense que exagero cuando digo que son infinitas; pero seguro que sí que son más que los genes o las neuronas, esas que pretenden arreglar y curar las instituciones psi, que no curan nada, repito otra vez.
Déjame terminar este breve relato autocopiando algo que estoy escribiendo estos días (La chica que ha perdido el norte. Novela. En proceso).
Estas [las palabras], creo recordar que lo decía Galileo Galilei, son símbolos matemáticos, o sea, eso: no se experimentan; se leen y se interpretan en un extraño proceso que nadie sabe cómo es. O se escuchan. O se dicen. O se susurran. O se escriben en Arial 10, en Times New Roman, 12, o a lápiz, pluma y bolígrafo. O se bailan como hacen Rudolf Nureyev y Alicia Alonso y Lola Flores. O se cantan al estilo de Taylor Swift, Janis Joplin, Lou Reed o Plácido Domingo, y se dramatizan y se recitan como hacen el trovador y el trabador y el poeta, y se escupen y se gritan, y se besan, y vuelven a susurrarse diciendo «te amo». Nunca se sabe por dónde van a salir; son como un rizoma.
Las palabras nos franquean y nos flanquean sin apenas tocarnos; no tienen nada que hacer con nuestros organismos. No se las lleva el viento, pero sí nuestra voluntad o nuestra intención cuando olvidamos quienes somos, fuimos y seremos. Destrozan nuestras almas y nuestras vidas o nos dan la felicidad. Se pueden saborear, sí. Se dicen con la voz alta o con el pensamiento. Muchas veces se tergiversan o malinterpretan; en eso se parecen a la vida entera que nunca es única ni verdadera.
Y eso también, con permiso, es la c(C)ultura; ¿qué otra cosa si no?
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