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05

Crueldad y terror en la estructura social y subjetividad contemporáneas

Buenos Aires
«Si bien la crueldad es inherente a lo humano, hay épocas en que parece escapar a la moral común y a las leyes de convivencia social.» En varios planos, el vinculo entre los hombres hoy esta teñido de una violencia vandálica que nos obliga a reflexionar acerca de la cuestión del prójimo en nuestra época. La violencia y la crueldad se han constituido en modos de sobrevivir siendo ambas, no solo un flagelo social, sino también el modo en que una generación expresa su desamparo.

Intentaré desplegar algunas de las ideas que desarrollo en el libro recientemente publicado: Xenofobias, terror y violencia. Erótica de la crueldad. [2] Estas ideas han surgido a partir de corroborar en la subjetividad de nuestro tiempo, un rasgo cruel, o sea, una especie de sadismo que por sus características colectivas y generales, es necesario analizar. Si bien la crueldad es inherente a lo humano, hay épocas en que parece escapar a la moral común y a las leyes de convivencia social. Considero, entonces, imprescindible abordar -desde las diversas disciplinas del hombre y desde el psicoanálisis- la cuestión del prójimo en nuestra época.

La violencia es inconcebible sin la dimensión psicológica del semejante.

La inevitabilidad del otro, del vínculo con el semejante, produce que éste constituya tanto una presencia pacificante como catastrófica. Luego el prójimo inevitable calma la angustia y el pánico propios del desamparo de la existencia humana; provee calma pues es portador de la palabra y de un cuerpo erótico. Sin embargo a su vez precipita rivalidad, celos y envidia.

Cada época se caracteriza por la modalidad de los lazos vinculares y sexuales. La subjetividad contemporánea se encuentra determinada por los conflictos predominantes en las sociedades: la globalización, el individualismo, el terrorismo, la pérdida de las garantías laborales, las fluctuaciones entre la hegemonía religiosa o científica en la razón transmoderna, el calentamiento del planeta, el hambre, la superpoblación, entre otras. A estas determinaciones es necesario agregar las consecuencias -en los sujetos- de la violencia padecida porque esos problemas cruciales quedan sin resolver. Entre estas consecuencias situamos identificaciones a rasgos de crueldad que conforman un modo de estar en el mundo, o sea, de sobrevivir a cualquier precio para las vidas humanas.

El malestar cultural -es decir las manifestaciones de la violencia social- no tiene cura, es intrínseco a las vinculaciones, por ende los distintos métodos paliativos y preventivos fracasan. Esto se debe a un conglomerado de motivos, a una complejidad paradojal. Por un lado encontramos que los discursos de poder no pueden dejar de instituir prácticas fanáticas, totalitarias o mafiosas aún cuando se consideren democráticos, ya que el mantenimiento del poder requiere de grados diversos de corrupción y traición a los ideales.

Por otro, estas prácticas son efecto de factores estructurales, de la misma estructura gregaria simbólica, o sea, de lo realmente humano: la estructura de la palabra comunicable. Esta estructura simbólica que hace lazo, deja un resto que no se liga a la lógica de una Ley Simbólica y por lo tanto aparece en forma traumática hasta niveles muy altos de destrucción. Con esto quiero decir que el semejante y la conformación vincular, es el campo privilegiado del síntoma, del malestar y, sobre todo, del horror. Lo atroz -toxina subjetiva constituida por remanentes de odio y sadismo- se descarga sobre los otros hombres como tortura, inclinación al dominio, programas de aniquilamientos.

La inevitabilidad del otro, del vínculo con el semejante, produce que éste constituya tanto una presencia pacificante como catastrófica. Luego el prójimo inevitable calma la angustia y el pánico propios del desamparo de la existencia humana; provee calma pues es portador de la palabra y de un cuerpo erótico. Sin embargo a su vez precipita rivalidad, celos y envidia.

¿A qué me refiero con esta inevitabilidad? A la inexorabilidad de la presencia del otro que calma y erotiza, y a los efectos de ambición, segregación y deseos de exterminio que a su vez causa por su «presencia» en la escena de la vida cotidiana.

La creencia xenófoba se materializa en segregación al traspasarse el campo de la hospitalidad. Por lo tanto, un ser humano o una lengua alternan -para la subjetividad- entre lo extraño y lo extranjero, lo anhelado o amable y lo odiado o rechazado.

La xenofobia, es la fobia al xenos, al guer, al otro. Guer: (en hebreo bíblico) es extraño con la connotación bivalente de lo que me es extraño y para lo que se soy un extraño.

La xenia griega, -que significa pacto y hospitalidad-, deriva de la palabra griega: xenos, extranjero, ajeno, extraño y a la vez huésped. Es decir, que lo extraño se convierte en extranjero cuando habita el espacio de lo conocido, o sea, en tanto se aloja como huésped, pero se vuelve a convertir en un ser extraño traspasado el umbral del pacto de hospitalidad y amparo.

La creencia xenófoba se materializa en segregación al traspasarse el campo de la hospitalidad. Por lo tanto, un ser humano o una lengua alternan -para la subjetividad- entre lo extraño y lo extranjero, lo anhelado o amable y lo odiado o rechazado. Mientras alguien encarna la condición de extranjero puede ser alojado como individuo desconocido pero familiar, en cambio, cuando reviste el carácter de extraño puede ser aniquilado física y/o psíquicamente.

El problema de la segregación, la xenofobia y la discriminación se desata cuando el techo que alberga la hospitalidad, por ejemplo el deseo de hospedar al desamparado o al exiliado se reduce de tal modo, que en una misma nación, pueblo, vecindario u hogar, el otro diferente amenaza la existencia, la ideología o la moral; el prójimo se convierte en un espectro, algo que resucita o vuelve desde los Infiernos: una amenaza que despierta lo atroz sin alma. Cuando el extranjero -y todos los hombres portamos alguna diferencia extranjera al resto de los congéneres- se vuelve extraño y ya no merece ni compasión ni piedad, ese es el punto de llegada de las masacres, de los atentados y vejaciones.

¿Por qué Freud incluye la compasión como necesaria -junto al asco, la vergüenza y el pudor- para la vida en sociedad? Para dar razones a la falla de la compasión que deja aflorar la crueldad del narcisismo (conjunto de representaciones y tendencias infantiles donde anida el goce sádico en los seres hablantes).

La crueldad constituye un modo de gozar del dolor del semejante; este goce adquiere distintos matices en cada época, la nuestra se caracteriza por gozar de una crueldad que ya no requiere de prejuicios incriminantes; recordemos que el antisemitismo, por ejemplo, hace uso de toda clase de prejuicios y rumores para consolidar la judeofobia.

Mucho se ha desarrollado respecto del masoquismo que determina los martirios y sumisiones pero poco se ha desarrollado respecto de un modo de desmentida -en los juicios y la afectividad- de que alguien pueda gozar de ejercer dominio cruel sobre otros. Me refiero a la desmentida en los seres humanos de la posibilidad que en un individuo o pueblo pueda prevalecer el goce de la crueldad, o sea, que cualquiera pueda, sorpresivamente, pasar de semejante a perseguido o de prójimo a perseguidor. Esta desmentida es fuente de la ilusión de compasión, compasión que no llega cuando lo atroz se desata. Esto se detecta claramente en los casos de tortura, o en el Holocausto de los judíos. El mundo rechazó de plano la posibilidad de que detrás del superhombre se escondiera la bestia. Es que aún sabiendo que los hombres somos capaces de lo atroz, vivimos bajo la ilusión de la compasión y desestimamos que puedan desplegarse contra el prójimo grados de crueldad descomunales.

La crueldad constituye un modo de gozar del dolor del semejante; este goce adquiere distintos matices en cada época, la nuestra se caracteriza por gozar de una crueldad que ya no requiere de prejuicios incriminantes; recordemos que el antisemitismo, por ejemplo, hace uso de toda clase de prejuicios y rumores para consolidar la judeofobia.

Si el lazo contemporáneo ni siquiera requiere del prejuicio para desatar la violencia, entonces es una violencia transformada en vandalismo. Por lo tanto, a las xenofobias tradicionales como el racismo o la segregación de mujeres y homosexuales, se suman las manifestaciones de lo vandálico.

El peso y el espesor de nuestro presente, su lado más oscuro, aparece en la cotidianeidad. Varias generaciones se han identificado con palabras heredadas de la cultura del siglo XX, pero que carecieron -en su momento- de consistencia y significado en la vida concreta. Así la nada sartreana o el ideal del superhombre nietszchiano, no sólo marcaron varias décadas del siglo XX, sino que dejaron sus huellas en el futuro. Nuestro presente es aquél futuro. Los niños y jóvenes de hoy padecen del desecho que les ha sido inoculado por las manifestaciones más horrorosas del siglo XX y por la banalización de tales explosiones de horror. Los hombres cultos que han reflejado esos vocablos claves, no estimaron el efecto posterior de su inserción cultural.

Este efecto radica en que los sujetos se identifican a vocablos, a significantes pues estos constituyen una especie de escudo inconsciente. Ser un superhombre, ser imaginario, da paso a una identificación que se traduce en la vida particular o colectiva. Por ejemplo, puede llevar a alguien a ocupar el lugar de tirano cruel y a otros a sostenerlo en ese lugar, porque se identifican inconscientemente a ese líder.

Las identificaciones a esos significantes se inscriben como sombras oscuras sobre el Yo y melancolizan, alimentan la impotencia y exacerban el odio al que no es yo o lo que no es mi (es decir odio a lo que no se incluye en tanto pertenencia o propiedad: pueblo, sexo, religión, raza, clase, etc.). Este odio va dirigido al prójimo pero vuelve sobre el sí mismo, pues no sólo está al servicio del reforzamiento del sentimiento de identidad, ya que el odio es también fuente de pertenencias imaginarias e ideales, sino que vehiculiza la caída de la Ley Simbólica en la estructura societaria.

El poder político se vale de la complacencia con el odio inconsciente para consolidar la reiteración de las pretendidas soluciones finales y la devastación de la subjetividad, táctica siempre exitosa como arma de masificación. El uso político de las soluciones finales en sus variadas formas de discriminación invade y transforma a la subjetividad al masificarla. El arma más poderosa contra el semejante fue y será la amenaza al «que se diga, piense o sienta». Si el decir del sujeto constituye la única posibilidad de generación de nuevos sentidos y creaciones, la amenaza contra el decir y la palabra equivale a la amenaza contra el hombre y su singularidad irrepetible.

La Segunda Guerra Mundial comenzó con el propósito de una «solución final»; han cambiado los tiempos pero no los propósitos. Los diversos fundamentalismos de nuestra época insisten en desmentir el germen de nihilismo y autodestrucción que implosiona en su propio seno, pero sobre todo, desmienten el goce cruel que los afecta: el que dirigen hacia el prójimo pero, sobre todo, al que los destruye -desde dentro- en sus basamentos éticos.

La crueldad se paga durante varias generaciones, implosiona desde el futuro, hace estrago en la subjetividad del victimario en ese futuro incalculable. En cambio, las victimas tienen la posibilidad de sobrevivir, o sea, de transformar el horror padecido en creación de nuevas formas de existencia.

Freud aseveró que los hombres y los pueblos mal comprenden su presente pues desconocen de qué gozan. Los hombres son ingenuos, cobardes o crueles en el lapso inconmensurable del presente en que se desconocen. También a Freud le ocurrió quedar incrédulo ante las fuerzas del mal que desolaban a Europa y casi morir exterminado por ello.

El Siglo XX produjo movimientos contradictorios: por un lado exacerbó la defensa de los derechos individuales y a la vez rebajó el valor de las singularidades. Conformó así lo que Hanna Arendt denominó «la banalización» del mal, banalización que extiendo a la indiferencia y, paradójicamente, a las diferencias estatuidas exageradamente por la pos-modernidad.

A la descomposición de la compasión y al goce sádico que promueve tal caída, los incluyo dentro de la erótica de lo cruel, erótica muy bien anunciada por Sade como distintiva de la modernidad. La modernidad se desgarra ante la caída de la compasión y el florecimiento del individualismo salvaje nos sume en el estupor y en la melancolización.

Quisiera extenderme sobre estos dos aspectos. Por un lado, lo simbólico inaugura la diferencia pero un exceso discursivo sobre las diferencias ocasiona su banalización, y, por otro, las xenofobias y segregaciones son producidas por la estructura simbólica al generar las diferencias y las oposiciones.

La banalización de las diferencias es llevada a cabo por los discursos arraigados en las oposiciones sin salida, me refiero a los discursos «anti» que al cerrarse sobre sus propios argumentos desmienten sus efectos segregativos. Todo discurso es segregativo, pero no todo discurso es xenófobo. Cualquier discurso es segregativo por la índole misma de su constitución incompleta y porque el universo que estatuye es un corte simbólico en la infinitud del pensamiento. En cambio los discursos «anti» que sostienen las dicotomías a ultranza, se vuelven xenófobos, necesitan que la diferencia se encarne, es decir, se degrade y exacerbe al mismo tiempo y se encarne en un perseguido.

La complicidad en esta desmentida, pasión por la indiferencia individualista propulsada también por los discursos del poder capitalista, es aliada de la cobardía. Mientras millones de personas mueren de inanición en geografías muy próximas a las grandes urbes, las sociedades no encuentran salidas éticas a los problemas del aborto, la eutanasia, el analfabetismo. Asestarle un golpe a la indiferencia implica hallar una geografía simbólica donde tratar estos conflictos con soluciones parciales y no totalitarias.

El pensamiento totalitario se incrusta en la subjetividad como un parásito que devora las energías libidinales, por eso no sólo destruye a la víctima sino sobre todo al victimario. Cuanto más la fratría le da la espalda al odio que el semejante le insufla, más el sujeto desconoce su deseo de singularidad y lo mismo se le vuelve en contra como sistema de banalización de lo diferente y de lo indiferente.

¿De qué manera se atropella al sujeto? Insuflando el anhelo de un universo de estandartes y lemas unificantes. Las imágenes de los mítines donde se enarbolan las pancartas de algún líder ideológico o espiritual, de las masas enardecidas pero que se silencian a sí mismas tras el grito vociferado de un nombre idolatrado, de una insignia o un escudo, revelan la índole totalitaria de los discursos que las impulsan.

La desmentida o repudio de la crueldad intrínseca a los actos determina la labilidad de la Ley Simbólica y el correlato de delito y corrupción concomitante a esa labilidad. La labilidad simbólica conduce a lo siniestro.

Propongo descomponer la oposición victima-victimario y analizar el acoplamiento fantasmático que surge de la pareja: aterrorizado-terrorífico. Hablo de terror en lugar de terrorismo, porque el terrorismo es una de las muchas prácticas del terror. El terror acopla sin fisura, es decir sin síntoma los fantasmas del aterrorizado y el terrorífico. La puesta en acto de este fantasma no es sólo el terrorismo de signo ideológico o religioso, es también su partenaire: el aterrorizado-víctima, el desterrado de la salud, la educación y la vivienda que sólo logra hacerse escuchar a través de la violencia. Cuánto más el poder se vuelve indiferente, más la violencia extrema lo cruel.

Cuando la pasión cruel invade el territorio de la erótica, la sustitución simbólica de las generaciones queda rebajada a un asesinato real. Hoy estamos conmovidos por la ola de asesinatos infantiles y juveniles; éstos ya no son el blanco, ahora son el arma misma del discurso del terror que en primer lugar es goce de la crueldad.

A la descomposición de la compasión y al goce sádico que promueve tal caída, los incluyo dentro de la erótica de lo cruel, erótica muy bien anunciada por Sade como distintiva de la modernidad. La modernidad se desgarra ante la caída de la compasión y el florecimiento del individualismo salvaje nos sume en el estupor y en la melancolización.

Hostis, extranjero en latín, es también huésped y enemigo. A la Ley y a la verdad hay que hospedarlas e interrogarlas para que no se conviertan en enemigos.

Por lo tanto, para crear opciones y salidas particulares e institucionales, si es que concebimos un impulso transformador y no sólo una tendencia letal, hace falta profundizar en las paradojas de la ética y la pasión, sin expulsar como ajeno al goce inherente a las posiciones sádicas y masoquistas, y a la perversidad que se gesta por la «impropiedad» del prójimo, o sea, la imposibilidad de su aprehensión absoluta sea física, ideológica o psíquica.

Los seres humanos estamos fragmentados por una expulsión primordial; el lenguaje nos expulsa de la «inocencia» primordial. Hemos perdido el eslabón con la naturaleza por eso la violencia es eróticamente real y patéticamente humana. Olvidar este patetismo, esta ironía, puede conducirnos a otros desastres de exterminio y represión por parte de los aparatos de poder.

Hostis, extranjero en latín, es también huésped y enemigo. A la Ley y a la verdad hay que hospedarlas e interrogarlas para que no se conviertan en enemigos. Si aceptamos que el siglo XX padeció de una pasión por el develamiento de la verdad inaugurado por Heidegger desmintiendo la imposibilidad de una verdad plena, ello nos abre a nuevos interrogantes, tales como: ¿qué relación guarda esa insistencia por descubrir la verdad con el Bien y con el Mal? ¿El Mal es uno de los mantos de la verdad o su núcleo de Real [3] más crudo? ¿El Bien Supremo en su forma de verdad última y pasional no se constituye en lo peor, luego en lo que hace mal? Como bien ha dicho Oscar Wilde: «La pasión te obliga a pensar en círculos». Salir del círculo pasional de la violencia insensata, la discriminación prejuiciosa y la crueldad arbitraria, es un desafío de todos los tiempos; del nuestro especialmente. El happy hour que nos propone la cultura actual no nos alegra sino que nos melancoliza y aísla.

Desconstruir la erótica de la crueldad y del terror constituye el desafío contemporáneo. La persecución racial, religiosa, sexual y política le arrebata al hombre sus marcas personales o las exacerba de tal modo que el sujeto sucumbe, mostrando lo que es para su verdugo: un objeto «re-vestido» de subjetividad. La subjetividad es como un uniforme, el hábito que hace al monje y del cual puede ser despojado. Cualquier representación de… puede caer o ser arrebatada de su estatuto de representante de un Nombre y transformarse en la encarnadura de lo peor.

La cultura actual, dadas las circunstancias político-económicas imperantes, reconoce e identifica a un sin número de sujetos colocados en el lugar de objetos de incriminación discriminante: africanos, sudamericanos, indocumentados, inmigrantes, discapacitados, niños, mujeres, transexuales. Son dispares los significantes «fobígenos» que se agregan al listado de los históricamente destinados al maltrato: los judíos, los negros y las mujeres.

En todas las formas culturales se han detectado incriminaciones y vejaciones crueles a las mujeres: hoguera, lapidación, cercenamiento de órganos, ritos sanguinarios de iniciación sexual, ablación de clítoris y hasta el asesinato de las recién nacidas; estas son las modalidades que se adoptan para hacer desaparecer de la visión la presencia angustiante del xenos diferente representante del Otro Sexo. Lo mismo ha ocurrido con los negros y judíos: esclavitud, exterminio y tortura les ha sido destinado por los poderosos.

Las luchas de géneros, por ejemplo, ponen de manifiesto las extranjerías imaginarias y simbólicas que nos habitan como seres hablantes y sexuados. La fantasmática imaginaria inconsciente de cada quien resulta extranjera a la fantasmática del semejante y los significantes paternos que determinan a un sujeto son extranjeros a los significantes del prójimo, aun cuando sean las mismas locuciones y vocablos. Cada quien recibe la herencia simbólica de manera singular; esta singularidad convierte a dicha herencia en algo propio y ajeno a los demás, pero puesto a cubierto por la mediatización simbólica.

En cambio, en tiempos de caída de los diques de contención social y de globalización ilusoria de la cultura, se produce, como actualmente, un fenómeno de globalización muy peculiar: la globalización de significantes que se vuelven hegemónicos y generales, y, que, por esa misma razón arrasan con la subjetividad. Por lo tanto, quien sabe bien-hacer con su singularidad y se vale de su herencia significante, dentro de ese dominio de singularidad no se hallará exiliado ni extraño; más bien consolida aspectos éticos coherentes tanto con sus deseos como con lo humano.

En cambio, en tiempos de caída de los diques de contención social y de globalización ilusoria de la cultura, se produce, como actualmente, un fenómeno de globalización muy peculiar: la globalización de significantes que se vuelven hegemónicos y generales, y, que, por esa misma razón arrasan con la subjetividad.

La pregunta que nos consterna es si para algunos el hacer la guerra o infligir dolor al semejante cumplen la función de sostener cierta estabilidad existencial, afectiva y mental. La respuesta puede llenarnos de desazón, en tanto concebiríamos un sujeto que no sucumbe a la melancolía o a la paranoia gracias al ejercicio del Mal organizado o marginal. Esto es lo que ocurre con numerosos jóvenes en la actualidad.

Los jóvenes han reemplazado el idioma bien hablado por la jerga y la sintaxis indefinida de los mensajes de texto virtual; el trabajo y la productividad por la mendicidad, la educación formal por la iniciación y formación en la pandilla, el hogar por la deambulación narcotizada. La inmolación y la destrucción del semejante se han constituido en formas de sobrevivir y la violencia vandálica y la crueldad se han convertido no sólo en flagelo social, sino en el único modo en que una generación expresa su desamparo.

Otra globalización no menos preocupante y a la vez subsidiaria de la anterior, es la globalización de la pesadumbre y la melancolía. Ante este tipo de globalización los psicoanalistas tenemos que dar respuestas que contrapongan los efectos catastróficos de la medicalización indiscriminada, la exhortación al terror, la sujeción a la cronología que deja sin trabajo a millones de seres útiles y experimentados y la globalización no solo de la economía sino de sus consecuencias subjetivas y de cosmovisiones de vida.

Notas:
[2] Lugar editorial, Argentina, 2006.
[3] Real: lo imposible al discurso, lo que excede a la simbolización y reaparece como «lo atroz».

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