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Edición
18

El rol del padre y la subjetividad de la época

Buenos Aires
La autoridad ha sido durante mucho tiempo una función que sirvió para ordenar la vida de los sujetos y las sociedades. Tradicionalmente era la figura del padre quien encarnaba ese lugar, pero hoy las imágenes merecedoras de respeto y obediencia se han desvitalizado. ¿Qué nuevas funciones vienen a tomar el lugar dejado por la figura del padre para organizar la cultura y la vida de las personas?

El rol del padre

Vivimos en un planeta donde hay seis mil millones otros, pero hay  Otros cuya existencia descontamos. Hay una dimensión en la que la sociedad es nuestro  Otro social y eso funciona para cada uno como una evidencia. Hablamos de la sociedad como de un Otro que cambia, que evoluciona; que tiene sus costumbres y sus particularidades. Nos referimos a ese Otro como formando parte de él, o como si él fuera parte nuestra, por ejemplo decimos “nosotros los argentinos somos así, hemos sido de tal manera  y seremos…”. Es decir, nos reconocemos, nos odiamos o amamos por algunos rasgos que encontramos al mirarnos en el espejo, en nosotros mismos, es decir, en el “ser argentino”.

Esta forma de pensar se adecua a las fórmulas que Freud nos enseñó sobre la elección de objeto de tipo narcisista: “Se ama, según el tipo narcisista, a lo que uno mismo es, a lo que uno mismo fue, a lo que uno querría ser y a la

persona que fue una parte del sí-mismo propio”. Ahora bien, siguiendo con el ejemplo, sucede que periódicamente en nuestro país, un sector de la sociedad entra en tensión con otro, generando así un contexto de conflicto social.
Cuando el problema cobra fuerza, sentimos que peligra la unidad de los argentinos. El conflicto sintomático, pone en evidencia el estatuto ilusorio, encubridor, ficticio, imaginario de la sociedad concebida como una, como toda, como la sociedad. Una primera afirmación entonces es que la sociedad tiene un estatuto imaginario, un soporte libidinal narcisista en virtud del cual la concebimos como una unidad. A esta unicidad, ilusoria, subyace una multiplicidad que no constituye un todo cerrado. Para pensar esa diversidad, usamos la expresión lazo social, más precisamente en plural lazos sociales, vínculos sociales o discursos.

La organización social está constituida por modalidades específicas, por diferentes tipos de lazos o discursos. Llegamos a las puertas de la caracterización del discurso fundamental, el Discurso del Amo. Lo  llamo discurso fundamental porque el funcionamiento social tiene como base, este lazo social.

Esta modalidad de lazo social no se da desde siempre. Comenzó a funcionar hace 10.000 años, con la revolución neolítica, en lo que la antropología estructural planteó como el paso de las sociedades frías o ahistóricas a las sociedades calientes o históricas. Ese paso consistió, en pocas palabras, en el relevo del sistema clasificatorio primario, propio de las sociedades totemistas, por el advenimiento de los amos; o dicho de otra manera, por la aparición de la esclavitud. Simplificando, el discurso del amo, esa modalidad de vínculo social, comenzó el día en que alguien dijo “acá mando yo”, y se hizo obedecer.

Evidentemente, a lo largo de los siglos la presentación de ese amo, su justificación, ha variado. No es lo mismo ser amo por tener el barrote más largo que serlo porque Dios así lo ha querido; pero el tirano, el caudillo, el monarca por derecho divino, el emperador y todas las formas en que históricamente se ha presentado el amo tienen algo en común: dice “mando”, y hay subordinación. Este acto es ilustrado en lingüística con el enunciado performativo.

Con la aparición del discurso del amo aparece una nueva forma de autoridad. Tiene lugar la erección de una figura a la que se le presta obediencia, se le debe respeto.

Es necesario aclarar, antes de seguir, que lo anterior constituye uno de los niveles de análisis del discurso del amo, el nivel político; aquel que, entre otras cosas, sirve para fundamentar una teoría del poder. Pero el aporte específico del psicoanálisis consiste en echar luz sobre el isomorfismo entre cada modalidad de organización social, nivel político, y la subjetividad de la época en que esa organización tiene lugar, nivel subjetivo o clínico. Dicho en otras palabras: la noción de sujeto no es ahistórica, no ha habido la misma subjetividad en todas las épocas. La subjetividad se constituye en un discurso, se es sujeto de un discurso y no hay subjetividad fuera de discurso.

Cuando hablamos de un discurso hablamos de un lazo social y su sujeto, su sujeto propio, el sujeto de ese lazo social. Doy un ejemplo simple: si hace once mil años alguien me hubiera preguntado “¿quién es usted?”, yo podría haber respondido “soy Roberto Pluma”, y con esa respuesta mi interlocutor podría saber todo sobre mí; pues al ser “Pluma” sabría a qué clan pertenezco, y entonces sabría con qué comida me alimento y cuándo (pues las temporadas de caza y pesca se reparten entre los clanes según leyes estrictas, eternas e inamovibles); sabría con la mujer de qué clan me voy a unir, y con cuales mujeres es imposible que me una. Si esa pregunta me hubiese sido formulada al comienzo del siglo XX, seguramente habría respondido “Soy Roberto…” y aquí seguiría un patronímico: “Soy Roberto Cueva, hijo de Carlos Cueva, quien es a su vez hijo de Ángel Cueva”. Decir “Soy Alberto Fernández” es decir “Soy Alberto hijo de Fernando”.

A la pregunta por el ser -¿Quién soy?- siempre se la responde desde las identificaciones; y las identificaciones con las que cada cual se construye un ser -como puede y siempre de manera incompleta- están ordenadas por un elemento simbólico que llamamos Nombre del Padre.

Entonces, la introducción de un sistema de relaciones asimétricas de poder marca la aparición del discurso del amo; momento a partir del cual hay una reformulación de los sistemas identificatorios anteriores. Se trató de una sustitución, de un relevo, donde aparece un elemento simbólico encarnado por el amo, el líder, el caudillo, el rey, el dios monoteísta, etc.

El padre, como figura que soporta ese elemento simbólico, debe ser ubicado en esa serie. Es, en cierta forma, heredero de ellos. Este elemento encarnado, es el que da una filiación, una pertenencia, una progenie, una prosapia.

Esta sustitución implicó una transformación de los diferentes saberes existentes en la sociedad; de manera tal que el encuentro entre los sexos, la crianza de los niños, por ejemplo, fueron modificados por la aparición de este elemento.

Con la aparición del discurso del amo aparece una nueva forma de autoridad. Tiene lugar la erección de una figura a la que se le presta obediencia, se le debe respeto. 

A nivel clínico, en el momento del nacimiento del psicoanálisis, Freud encontró la impronta, la incidencia inconsciente de una figura que encarna, que soporta ese elemento simbólico: el padre. Esa referencia, que en Freud se llamó Complejo de Edipo y en Lacan Nombre del Padre,  implica en lugar central de la función del padre en el orden familiar. El psicoanálisis, en sus orígenes, dio cuenta de los síntomas y

organizó una clínica a partir de los avatares de la relación del sujeto con la ley del padre.  Encontramos, entonces, en el desciframiento

del inconsciente las secuelas de la intervención paterna. A nivel político la función del padre se ha encarnado en diversos dispositivos de inscripción, de constitución subjetiva, como la familia o la escuela, en las que su ley entraba en vigencia.
Dispositivos con potencia instituyente o enunciativa para constituir subjetividad, donde tenían lugar los discursos efectivamente enunciados por cuyos significantes los sujetos se hacían representar. Significantes que eran descendientes de una estirpe, un linaje, en cuyo origen estaba el amo antiguo, primera forma del Nombre del Padre.

Estos significantes, que inscribían al sujeto como ligado a la ley del padre, tenían un valor representativo social. El sujeto/ los sujetos, se hacía representar por ellos en la relación con los demás.

Esos elementos sostenían las significaciones que conformaban el imaginario social: la tradición, la raza, la ciudadanía -derechos, trabajo, educación-, la nacionalidad, etc., que conferían estabilidad, permanencia y fijeza al mundo en el que el sujeto encontraba su lugar.

Ahora bien, desde distintos campos del saber se coincide en postular que hay un desfallecimiento del discurso del amo que anoticia de una decadencia de la función del padre.

La decadencia del Nombre del Padre, del papel del Edipo, desde el punto de vista clínico, fue históricamente progresiva. Diría que en Argentina fue una cuestión que tuvo lugar entre la generación de nuestros abuelos y la mía.Esta decadencia fue signada por el intento de desprenderse de los saberes adquiridos familiarmente y reemplazarlos por otros nuevos que sustenten una mejor organización familiar a partir de cuestionar las formas de autoridad en la familia.

La caducidad del padre como elemento ordenador de la subjetividad ha producido el declive de las instituciones, de los dispositivos de subjetivación en los que su ley entraba en vigencia.

La caducidad del padre como elemento ordenador de la subjetividad ha producido el declive de las instituciones, de los dispositivos de subjetivación en los que su ley entraba en vigencia. La última parte del siglo pasado fue el momento del ocaso de la escuela como “segundo hogar”, y el ocaso de la familia, como el primero. Esos dispositivos han perdido potencia instituyente o enunciativa para constituir subjetividad. Ya no inscriben al sujeto en un lazo social. Durante el siglo XX ha tenido lugar un

proceso de prescripción de esos significantes por los que los sujetos se hacían significar: la filiación, la nacionalidad, la ciudadanía, la pertenencia a una clase social con la consiguiente pérdida del sentimiento de pertenencia, de inclusión, de reconocimiento. Esos discursos ya no nos interpelan, no cuentan con nuestro consentimiento subjetivo.

¿Qué es lo que surgió como relevo ante la pérdida de potencia simbólica, instituyente, del padre?  Hoy el nuevo amo es el mercado, y posee una potencia instituyente que le es propia y que produce al sujeto como consumidor.

Lo anterior implica un tipo de subjetividad diferente y, correlativamente, un tipo diferente de lazo social. Se es sujeto del discurso del mercado como consumidor.

Así como en discurso del amo la posibilidad de satisfacción estaba anudada a la ley del padre, en el mercado la posibilidad de satisfacción está comandada por las peripecias del consumo.

Si la familia, a educación, el trabajo y la ciudadanía eran los lugares en los que se producía el sujeto de la ley del padre, el relevo del estado nación por el mercado desenlazó esa ley de aquellos dispositivos. La familia se convirtió en una unidad de consumo, la educación devino absolutamente universalista –“Para asegurar su futuro, mandé a mi hijo a estudiar en un colegio suizo”.  La ciudadanía está vaciada de contenido -“Me hice ciudadano europeo para jugar en la selección de Francia”. Y, el trabajo se ha precarizado tanto que no constituye lugar de referencia.

Ahora bien, ¿Qué sucede con aquellos que no entran en ese lazo social? ¿Con aquellos que no solo no son sujetos de la ley del padre, sino que tampoco lo son de las leyes del mercado? Constituyen un fuera de discurso, un resto, un desecho. No tienen inscripción alguna.

Llegados a este punto pongo a consideración otra forma de relevo del padre y sostengo que, los clásicos dispositivos de inscripción, de constitución subjetiva han sido sustituidos, en parte por dispositivos no estructurados por la ley del padre ni por las leyes del mercado. Se trata de “aparatos” en los que rige la fraternidad de pares. Se trata de barras, de bandas, pandillas, patotas, catervas, runflas en las que rigen códigos.

Para pensar estos agrupamientos propongo trabajar la noción de prácticas instituyentes de subjetividad, definiéndolas, a priori, como operaciones que producen simbolizaciones. Son  prácticas las que ponen en juego al sujeto en una situación. Es decir que ante la imposibilidad de inscribirse en un discurso se ponen en juego formas de producción de subjetividad en la que los desechos, los restos humanos se hacen sujetos mediante la producción de símbolos que dan una filiación, una pertenencia. Se trataría de una subjetividad situacional configurada por marcas que se dan por fuera de los dispositivos tradicionales.

Las barras o fraternidades de pares pueden caracterizarse por elevar un rasgo de goce a la dignidad de una insignia , ello ocurre cuando “Me hago representar por esto de lo que lo que gozo, por esto que es mi pasión”; lo que conlleva la producción de otro -ante el que me hago representar- absolutamente inconsistente. Otra característica es la articulación de lazos sociales a partir de códigos, éstos son esencialmente locales, sin pretensión de  universalidad, generan valores propios y una identificación del respeto y de la autoridad absolutamente situacionales. También ocurre la preponderancia de relaciones marcadas por la paridad y la simetría, ya que la impotencia instituyente de los dispositivos clásicos entraña la fragilización de las figuras adultas. Por último, existen prácticas de subjetivación ritualizadas que carecen de transmisión inter-generacional.

Una última reflexión motivada por los acontecimientos políticos de comienzos del siglo XXI en el sur de nuestro continente. Vale la pena preguntarse si el retorno de la política a su antiguo lugar , el que había quedado vacante para los dictados del mercado, el ingreso en la militancia política de vastos sectores de la juventud y la participación ciudadana en general, entraña una nueva forma de lazo social y de sujeto de la época o un retorno del ya conocido discurso del amo.

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